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Retrato de Suspiria: la ciudad del dolor

Basada en el concepto y la historia de IRA DEI (Mägo de Oz, 2019)

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RETRATO SOBRE SUSPIRIA: LA CIUDAD DEL DOLOR

PARTE I: LOS PILARES DE SUSPIRIA

No hay sol que abrase más que el sol del mediodía: las lenguas de fuego atraviesan el cielo furiosas hasta impactar como un meteorito en la arena roja que rodea los altos muros de Suspiria.
Una figura menuda y encapuchada avanza penosamente, hundiendo sus desgastadas botas en las dunas de tierra roja. La arena se traga sus pies cubiertos de llagas hasta el tobillo, avanzar resulta cada vez más complicado. El sol no da tregua y arde insistente sobre su capa roída y la capucha con la que se protege la cabeza. El calor del Infierno es más benevolente que el sol de Suspiria a la hora del Ángelus. El viento también se ha levantado pertinaz y azota con manotazos de arena y polvo a la exhausta personita que camina pesadamente.

Nuestro personaje recorre el Gólgota que se halla rodeando las murallas. El valle de cruces se extiende a varios kilómetros al norte y al oeste de la urbe, al este delimita con unos acantilados cavernosos de piedras rojizas. Muchas de las inmensas cruces de madera todavía tienen cuerpos colgados descomponiéndose, con las entrañas al descubierto, suspendias como serpientes negras y abrasadas. Otros yacen en el suelo, convertidos en sacos de polvo y huesos. Los más recientes, los que todavía no han sido devorados por los cuervos, aún conservan parte de la piel y algún ojo ciego y seco. De sus mandíbulas desencajadas pueden escucharse los aullidos de dolor y las súplicas de piedad y misericordia.
Como en tiempos bíblicos, el Gólgota se usa como lugar de condena y muerte, allí van a parar la peor calaña de la ciudad: no los violadores, ni los asesinos, ni tampoco los ladrones… En el Gólgota solo perecen los traidores.
El olor a podredumbre y a descomposición, junto con el polvo y la aridez del desierto dificulta la respiración y apremian al viajero que lo recorre a buscar un lugar donde poder llenarse los pulmones de aire fresco y quitarse ese horrible sabor a muerte de la garganta. No es de extrañar, que nuestro pequeño protagonista vaya cubierto de los pies a la cabeza: la capa negra y carcomida cubre el cráneo con una capucha, y una máscara de tela se encarga de taparle la nariz y la boca. Apenas se distinguen los rasgos de su rostro cubierto de arenilla: solo los ojos, uno de ellos brillante como la esmeralda, el otro, oscuro y lúgubre como una cueva. Alrededor del ojo marrón, una cicatriz en forma de C que afea su rostro desde la ceja hasta la mejilla. Su ropa va a juego con su deplorable aspecto: la túnica antaño debió de ser blanca, ceñida a la cintura con un cinturón de piel y pantalones pardos, sujetos a los tobillos por unas botas con las puntas desgastadas. Sobre sus menudas espaldas carga una talega de tela basta con numerosos parches y costuras. A juzgar por su altura y la anchura de sus hombros, deducimos que se trata de un muchacho joven, en sus últimos días de la adolescencia, malnutrido, cansado y raquítico.
Nuestro amigo camina pesadamente entre los restos de huesos humanos, una tibia cruje bajo sus pies y se parte en dos, convirtiéndose en partículas grises que revolotean con el viento. Los cuervos, negros como el infierno, sobrevuelan su cabeza entre siniestros graznidos. Un motor ruge lejano, son los Gnomos, los encargados de crucificar a los traidores a Suspiria, acaban de saciarse con su última víctima: una mujer que grita desesperada pidiendo compasión y proclamándose inocente. Los grotescos seres se ríen de ella entre chasquidos y gritos agudos de comadreja. Y tal y como hacen con todas sus víctimas, la abandonan a su suerte dejándola morir mientras un cuervo devora sus ojos. Sus chillidos de dolor rompen los cielos, pero nuestro compañero está más que acostumbrado a escucharlos y continúa avanzando por el Gólgota, arrastrando su talega.
Un gesto de dolor se apodera de su rostro, se muerde la lengua y el sabor a sangre anega su boca. Instintivamente, se lleva una mano a la cadera izquierda: el dolor se ha vuelto más intenso durante los últimos días, pero eso no impide que tenga que realizar sus tareas. Coge aire, con los ojos empapados en lágrimas, se carga el saco de nuevo y sigue andando. Se detiene al pie de una enorme cruz de madera, que todavía tiene manchas de sangre seca allí donde clavaron las muñecas de su condenado. Su silueta se dibuja lúgubre tras el sol, cegándolo. Bajo la enorme estructura, un cadáver, todavía bastante entero: sus muñecas están completamente desgarradas y por todo su cuerpo hay signos de látigos, moratones y contusiones. Sus ojos miran al cielo, casi fuera de las cuencas, la boca desencajada y la lengua a fuera, negra como la noche. El chico se arrastra a su lado e inspecciona el cuerpo, apesta, y aunque lleve el rostro tapado, arruga la nariz: Observa detenidamente las marcas y heridas, del cinturón extrae un cuchillo rudimentario, de piedra y mal afilado y lo utiliza a modo de palanca para sacar los ojos del cuerpo, meterlos en un pequeño tarro y guardarlos en la talega. También inspecciona los dientes, pero están demasiado podridos como para poder aprovechar algo. Se arremanga la túnica hasta los codos y de un fuerte golpe le abre el esternón y le separa las costillas en una rápida maniobra que, por su precisión, ha realizado miles de veces. El hígado está hecho polvo, ¡una putada! Es de los órganos mejor valorados en el mercado, aunque el corazón se puede aprovechar. Lo extrae de su lugar y lo guarda junto a los ojos del condenado. Se seca la frente con el dorso de la mano, dejando una mancha granate emborronando su frente.
Después, cubierto de sangre seca, sudor y vísceras, el Saqueador sigue su camino rebuscando entre los cadáveres del Gólgota.
— ¡Niño! ¡Oye tú niño!—le grita una voz débil y grave.
El muchacho alza la vista contra el sol para encontrarse con dos ojos oscuros, suspendidos de una cruz que lo miran desesperados: un hombre raquítico y ensangrentado agoniza sus últimos instantes en la cruz de madera antes de expirar. Lleva ya varios días colgado, a juzgar por el aspecto deplorable de su carne pegada a los huesos, que ha adquirido un tono gris. Las heridas que la han abierto los cuervos a picotazos están infectadas y supuran pus. El pelo castaño sucio y andrajoso se le pega a la frente sudorosa y la barba frondosa está salpicada de costras de vómito.
Lo han clavado de pies y manos, aguardando la muerte: los clavos de hierro oxidado le atraviesan las muñecas. Le han juntado los tobillos y un enorme clavo los espeta a la enorme estructura. La espera no suele alargarse más de un día, pero incluso los Gnomos se han cansado de esperar y lo han dejado solo, los cuervos ya terminarán su trabajo. El chiquillo lo mira sin descubrir su rostro: su mirada es extrañamente singular, luminosa a la vez que oscura.
— ¿Eso que llevas en el cinturón es un cuchillo?—el Saqueador dirige la vista hacia su herramienta de trabajo, pero no responde a la pregunta— ¿Lo es, verdad? ¡Clávamelo! ¡Por favor, te lo suplico! Acaba con este sufrimiento. No puedo más—tose una nube de polvo que lo deja jadeando. Los sonidos de asfixia que produce su garganta son de lo más espeluznantes. Se echa a llorar lágrimas de sal, cansado y destrozado. —Por favor muchacho, mátame, te lo suplico… Quiero que esto se acabe ya… Haz que se acabe.
El crío se acerca a la base de la cruz, que mide casi tres metros de alto, sus ojos apenas quedan al nivel de los pies, negros, cubiertos de llagas y uñas sucias. Los examina curioso, uno de los pulgares tiene una pústula enorme y cubierta de pus verdosa. Huele fatal, pero el otro es salvable, tiene la uña rota, pero nada grave. Tranquilamente, lo corta con el cuchillo haciendo oídos sordos ante el grito de dolor, unas gotas de sangre salpican su cara. Guarda el dedo en su saco y se va por donde ha venido.
— ¿A dónde vas maldito?—le grita desesperado con la lengua seca— ¡Vuelve aquí y acaba tu faena! ¿Es que no sientes compasión por un pobre moribundo?
El chico se detiene en seco y gira levemente el rostro hacia el crucificado. Un rayo de sol arranca un destello de su ojo y una brisa árida sacude su capa
“¿Compasión? No existe la compasión en Suspiria”.

El muchacho sigue su camino, esta vez se acerca al cementerio de coches de los Gnomos, situado al extremo más oriental del Gólgota. Bajo los acantilados terrosos, el Saqueador aspira a encontrar un momento de frescura, de descanso, un instante donde dejar de sentir el castigo del sol de y, de paso, registrar los vehículos abandonados en busca de chatarra u otros objetos que pueda aprovechar. Frente a un coche viejo y destartalado, con los faros rotos pero con muchos focos y la carrocería oxidada, hay un bulto sobre la arena, cubierto con una capa: parece un cadáver, quizá una pobre alma que no llegase viva al Gólgota, quizá otro saqueador como él, que no ha soportado las largas jornadas bajo el sol, la arena y la podredumbre. Quizá, quizá, quizá… fuera como fuera, nuestro amigo no desaprovecha la oportunidad y se acerca a registrar el bulto, pero cuando se arrodilla a su lado, un personaje se alza sobre él, amenazante y con un largo cuchillo en la mano, uno de verdad, brillante y afilado, no como el suyo que casi parece de juguete.
El Saqueador, del susto, se cae de culo al suelo, aunque aferra con todas sus fuerzas su talega, su tesoro, la capucha se le corre y la máscara se le cae, dejando al descubierto los aniñados y suaves rasgos de una muchacha joven. La media melena castaña oscura y mal recortada, con mechones rubios aclarados por el sol, vuela alborotada sobre sus mejillas rojizas y le roza los hombros.
La figura se alza desafiante sobre la chiquilla, que se arrastra por el suelo, intentando desesperadamente ponerse en pie. Una mano enorme la agarro por el hombro con violencia y la alza de golpe, inmovilizándole el cuello con un brazo fuerte y con un trabuco perforándole la sien. Agarra su talega con las manos sudadas y temblorosas y una bola de bilis amarga arde en su garganta.
La persona que apunta el cuchillo contra ella es una mujer: no muy alta, vestida de gris y limaduras, con abrigo largo, guantes y medias de red sobre las botas. Tiene el pelo largo y negro, lo lleva suelto por un lado y recogido en trenzas azules por el otro, que dejan al descubierto una oreja llena de pendientes. Azul también es el antifaz de pintura que cubre sus ojos para protegerse del sol. Sobre la ceja izquierda, una cicatriz, todavía en carne viva. Sus rasgos son afilados y su mirada felina e inteligente.
El otro atacante, el que la está sujetando, es un hombre muy alto y grande, su cabello es rizado y castaño y lo lleva atado sobre la nuca. Bajo dos inquietantes ojos claros lleva una máscara de cuero que le cubre gran parte del rostro y con la que emite fuertes gruñidos cuando respira. Junto a las sienes, marcas de pintura negra. Aprieta con fuerza el trabuco contra la cabeza de la muchacha, aunque ella se abstiene de gritar, sabe que todos sus esfuerzos resultarían inútiles. Junto al pecho de su enemigo reluce un medallón: una cabeza de lobo con las fauces abiertas y los ojos granates, colgadas a la espalda: dos grandes espadas. La chica traga saliva, sabe perfectamente quien es esa calaña y cuáles son sus opciones. Está tan asustada que está a punto de fallarle la vejiga. Guerreros de Rivia: tribus de guerreros salvajes y nómadas, algunos dicen que incluso hechiceros y nigromantes, que vagan alrededor de Suspiria, atracando las caravanas motorizados de los grotescos Gnomos, robando sus armas, sus provisiones y esclavizando a sus prisioneros. Alguna que otra lengua, incluso se aventura a difamar que sus ojos se tornan dorados cuando utilizan su magia, y al contemplar la mirada gatuna de su captor, la muchacha, temblorosa, traga una bola de bilis amarga.
Son peligrosos, son muy peligrosos, no tienen piedad con nada ni con nadie que se interponga en su camino, no obstante, también es conocida su fama de dejar en paz a la gente si no se interponen en sus objetivos.
Se rumorea en las favelas de Suspiria que los métodos de tortura de los Guerreros de Rivia causan pesadillas incluso al mismísimo Marqués. Se comentan entre las viejas del pueblo que, cuando los Guerreros ahorcan a una víctima, dejan que las puntas de sus dedos rocen el suelo, para que la muerte sea más lenta y dolorosa y que, cuando están a punto de morir, los alzan para que respiren y el proceso vuelva a comenzar. Sea como sea el método de tortura que usan, la muchacha no tiene ningún interés personal en averiguarlo.
Normalmente, los Guerreros de Rivia no suelen acercarse tanto a los muros de la ciudad, prefieren los escondrijos de las cuevas del desierto y las sombras de los acantilados, lejos de la civilización. Su presencia se considera un mal presagio. La muchacha vuelve a tragar saliva.
Siente un pinchazo de dolor que viene de su abdomen, las piernas le flojean y cae: el Guerrero de Rivia la sujeta con más fuerza para ponerla en pie. Desconfiada, la mujer se acerca a ella, y con dedos negros como la hulla intenta arrebatarle la talega, la muchacha opone un pelín de resistencia: si no lleva ese material a Suspiria la castigarán, pero seguirá con vida, en cambio, si se opone a los Guerreros de Rivia, su suerte será peor que la de los pobres desgraciados del Gólgota.
Un rugido a su derecha llama su atención: un enorme gato salvaje, de pelaje a rayas, ojos dorados y grandes colmillos amenaza a la chiquilla, siguiendo las instrucciones del hombretón que la tiene sujeta. La chica tiembla cada vez más, casi ha perdido el control de su cuerpo, y el Guerrero la sacude brutalmente obligándola a mantenerse firme. La mujer vuelve a tirar de la talega, se resiste de nuevo y el trabuco le presiona con fuerza la sien. Una gota de sudor frío recorre su frente. Cierra los ojos y una lágrima de impotencia cae por su mejilla, la mujer tira de nuevo y la muchacha, finalmente, cede exhausta.
La Guerrera examina el contenido del saco mientras su compañero y el enorme gato salvaje retienen a la Saqueadora. Aprueba el contenido y le hace una seña al hombre que, violentamente, empuja a la muchacha contra la arena del desierto, cubriéndola de polvo rojizo que se pega en su frente brillante de sudor y sangre seca. El gato salta sobre ella, poniéndole las negras garras sobre el pecho y rugiendo frente a su boca: su aliento huele a carne podrida y la chica aparta el rostro, asustada y asqueada, la vejiga le vuelve a temblar, aguanta la respiración a la espera del siguiente movimiento de los Guerreros de Rivia. Un par de palabras silenciosas entre ambos y el animal cede ante las órdenes de su dueño. Los Guerreros son fieles a su código: tienen el material, la vida de la chiquilla les resulta indiferente, solo sería una pérdida de sales y energía, y en Suspiria escasea el agua.
El gato salta sobre ella antes de marchar y la tumba en el suelo, la chica se incorpora con los brazos inseguros, entre convulsiones. Como puede, se limpia el exceso de saliva con el dorso de la mano. El dolor de la cadera ha aumentado y una capa de sudor frío empieza a cubrirle la piel. Se lamenta de dolor mientras observa como los Guerreros se alejan tranquilamente con su botín. No sabe de dónde, pero la chica consigue llenarse de aire los pulmones mientras las lágrimas de sufrimiento le corren por las mejillas, se arma de valor y grita:
    ¡Oye, vosotros!—se sujeta la herida entre jadeos.
Los Guerreros de Rivia se miran sorprendidos: ¿esa mocosa ha tenido el valor de pegarles un grito? Llenos de curiosidad, aunque manteniendo el gesto desafiante, se vuelven hacia ella. La joven, en un esfuerzo sobrehumano, logra ponerse de rodillas:
—Haced lo que queráis con mi botín, pero contestadme a una pregunta:
Ambos prestan extrema atención mientras observan como la joven extrae un colgante de entre sus ropajes y se lo muestra girando con la brisa: un extraño símbolo de hierro forjado:
—Estoy buscando a mi hermana, —afirma la muchacha convencida— ¿la habéis visto? Lleva un colgante como este.
Los Guerreros de Rivia se miran, se miran, se miran… ¿acaso es miedo lo que se lee en sus ojos? Y se van sin decir nada, desapareciendo entre nubes de polvo.
La muchacha, descorazonada, siente como el alma se le cae a los pies. No insiste, no suplica ni tampoco grita. No tiene fuerzas para ello… se guarda el colgante de nuevo entre la ropa y se incorpora dolorida, sujetándose la cadera. El sol le calienta el cerebro y le nubla la vista. El sudor frío le ha revuelto las tripas y un temblor le sacude el cuerpo con violencia. Está sin nada, no tiene absolutamente nada: se ha quedado sin su botín, sin su tesoro, sin su sustento… Si no entrega su parte al caer la noche la castigarán, un escalofrío de terror le recorre la espina dorsal, al pensar en el horrible sino que le espera cuando salga la luna. Los enromes cuervos negros graznan a su alrededor: dos aterrizan junto a ella, peleándose por un ojo. ¿Será del desesperado que lloraba en la cruz?
La muchacha mira arriba, hace demasiado calor como para seguir buscando entre los cuerpos y la chatarra, no tiene agua ni comida, y el mal augurio del encontronazo con los Guerreros de Rivia le ha dejado un mal sabor de boca. Lo más sensato es regresar a Suspiria, hay otras maneras de conseguir su tributo antes de que caiga la noche y librarse del castigo. Además, la tarde está al caer y la noche extramuros puede ser más peligrosa que el propio Gólgota.
Cojeando para soportar el dolor de su cadera, la muchacha llega a la puerta sur de Suspiria: la fortaleza se oculta tras unos altos muros de piedra blanca y alberga dos niveles. Antes de llegar, la chica ha atravesado distintas favelas construidas al pie de los muros en cochambrosas chozas de cartón, telas y chatarras donde se apelotonan doce personas en dos metros cuadrados. En ese hediondo espacio se puede apreciar el paso de tres de los jinetes: la guerra, el hambre y la muerte.
La chica, acostumbrada a ver las desgracias de Suspiria, injusticias que ahogan la paz, almas que no tienen suerte y sin ofertas para soñar. Parece inmune a los ojos brillantes y tristes de los niños famélicos, los muñones supurados de hombres mutilados cubiertos de moscas, los ancianos enfermos muriendo solos y los chillidos de suplicio de preadolescentes parturientas. El corrompido viento ha arrastrado hasta las mismas puertas el nauseabundo olor del Gólgota, que se ha mezclado con los aromas de la enfermedad y la infección que sacuden las favelas. La joven los mira indiferentes: en Suspiria no existe la piedad, ni la misericordia, ni la pena, tampoco la compasión ni el respeto. Es una ciudad donde se ha olvidado amar, por ese motivo, el bastión blanco del desierto es conocido popularmente como: La Ciudad del Dolor.
Dos colosales estatuas de un hombre con un casco con cuernos y mirada firme y triste, pero a la vez compasiva y paternal, reciben a la muchacha en la llamada Puerta de la Vía Crucis. De los cuernos del casco cuelgan varios despojos hediondos y desnudos. Tienen la cabeza tapada con sacos: a todos les han mutilado los genitales y han dejado en su lugar costras infecciosas de pus y sangre. Los cuervos graznan y se pelean alrededor de los cuerpos que se balancean con la brisa árida, de vez en cuando uno les arranca un trozo de carne, un dedo, y, a los más descompuestos, incluso vísceras. Hay cuatro en total: dos hombres y dos mujeres, dos en cada estatua. Tienen un tablón de madera colgando del cuello con una palabra escrita en rojo: SODOMITA. La muchacha apenas los mira, solo vigila de no pisar las entrañas que se han derramado en el suelo.
Custodian la puerta dos guardias de armadura esmaltada, con un pentáculo invertido como heráldica en la pechera, tienen la vista fija en el horizonte y empuñan fusiles de asalto. Ignoran su existencia mientras la Saqueadora, con el rostro cubierto, se pierde entre la multitud. Suspiria amanece con la noche, cuando el extremo calor da un respiro y la gente sale a la calle a iniciar su vida.
Han pasado treinta y tres años desde la fundación de Suspiria, treinta y tres largos años desde que comenzó la guerra contra Ciudad Esmeralda. Mientras que los Seres de Luz escogieron una fortaleza insular para su sede, los Hijos de la Noche erigieron un enorme bastión en pleno desierto rojo, en un lugar antaño conocido como El Amazonas.
Entre los espejismos que generan el extremo calor y bajo el intenso sol, se divisa la gruesa muralla de Suspiria, del blanco más puro y con cañones y ballestas apuntando a cualquier extraño que ose acercarse más de lo necesario. La ciudad ha crecido mucho durante los últimos años, especialmente extramuros, donde favelas de cartón se han aglutinado en busca de un refugio, de un lugar donde la guerra no los alcance y en el que poder comer y beber. Los muchachos pueden alistarse en el ejército de los Hijos de la Noche, mientras que las jovencitas, en fin, la carne fresca siempre es bienvenidas en las calles de la ciudad del dolor. El oro y la plata no tienen ningún valor aquí, solo son piedras brillantes extraídas de un túnel bajo tierra, no tienen la habilidad de alimentar ni saciar la sed de nadie. La carne y el tequila son la moneda más codiciada entre los más humildes.
Intramuros, los edificios de techo llano, las casuchas y los templos también son de piedra blanca, o lo fueron en algún momento, puesto que la arena roja los ha teñido con el tiempo de colores marrones y arenosos. Las calles no están adoquinadas y a veces resulta complicado avanzar entre el polvo sin echarse a toser.
El bastión de Suspiria fue construido en un inicio pensando en el modelo de los anillos concéntricos de Burgess, con el objetivo de destinar a cada anillo una función para el desarrollo de la economía y el poder militar de la urbe. Este modelo fue descartado inmediatamente, aunque Suspiria mantuvo la planta circular bordeada por una muralla, en lugar de anillos se dividió en dos niveles: el inferior, llamado la Nueva Babilonia y el superior, conocido como el Edén.
En la Nueva Babilonia se concentran las clases más pobres y humildes: la mayoría descendientes de los esclavos que construyeron la ciudad: es el hogar de las prostitutas y los chaperos, los extranjeros, los adictos y enfermos y minusválidos, los llaman  Infieles, y su miseria es asumida como un castigo por no seguir la moralidad impuesta por la fe.
Justo en el centro de la fortaleza se elevan al cielo tres gigantescas columnas dóricas, entre las tres sujetan una ciudadela de mansiones y balconadas de brillante y puro mármol, decorado con métopas, frisos y frontones de oro y marfil que ilustran escenas bíblicas, evangélicas y las victorias bélicas de Suspiria en hermosísimas esculturas. Mientras que los caminos de la Nueva Babilonia son polvorientos y están a merced de las inclemencias del clima desértico, los senderos que recorren el Edén son de piedra blanca y están inundados de agua fresca, para que sus excelencias y sus santidades se humedezcan los tobillos cuando viajan de un palacio a otro. Abundan los jardines, con sauces llorones, laureles, olorosos jazmines y perfumadas lavandas y nenúfares en flor en los estanques y bellas fuentes escultóricas con retratos de santos, mártires y otras figuras eclesiásticas. El Edén es un lugar mágico y fresco, agradable, donde puedes tumbarte a la sombra de un árbol sobre la yerba fresca junto a una fontana con carpas de colores, construida para exaltar la persona de un santo que murió hace siglos, mientras tanto, los pozos públicos de la Nueva Babilonia llevan meses secos.
A veces, cuando se pasea por la Plaza de las Tres Columnas, se puede sentir el frescor y la humedad que empapan el Edén con sus caminos de agua para que los santos pies de su excelencia no pasen calor.
Tres pilares elevan el Edén, igual que son tres las instituciones que sostienen Suspiria. La primera: Santrael: líder supremo y todopoderoso. El Marqués del Edén (llamado por la Nueva Babilonia el Marqués de la Mirada Triste). Él mismo se denomina “Hijo de Dios” y está convencido de que su misión en el mundo es, como Jesucristo, salvar a la humanidad, empezando por destruir Ciudad Esmeralda y a su patético y ridículo líder. Hay varios templos e iglesias dedicadas a la figura de Santrael, estatuas del profeta adornan plazas y puertas por toda la ciudad. Se alaba a su persona y se le venera como a un dios. La blasfemia, el ultraje o las injurias contra él son castigados con la más cruel de las torturas y la más lenta de las muertes. Aunque se considere el Mesías y fuese él mismo quien inició la guerra, lo cierto es que hace siglos que nadie ve al líder de Suspiria: está refugiado en su palacete del Edén, con su corte de brujas y hechiceros, alejado de la batalla, la sangre y el hambre. De vez en cuando se asoma a uno de los balcones y contempla la ciudad y sonríe contemplando las miserias de la gente.
Aunque Santrael defendiese a toda costa los instintos primarios y sentimientos buenos o malos anclados en el ADN del ser humano, apoya todo su poder y deja el gobierno en manos del segundo pilar de Suspiria: La Iglesia. El cardenalato y el arzobispado así como un gran número de sacerdotes y monjes viven en el Edén o en la Avenida de los Salmos, y su misión es procurar que la población siga con todo lujo de detalles la moralidad y la santidad cristiana. No obstante, no se toman muy a pecho su rol de poder legislador y judicial, pues consideran que Los Infieles ya han sido castigados incluso antes de nacer, y, por tanto, no son dignos de recibir la educación en la fe. Solo algún clérigo humilde, como excepción, vaga por las favelas repartiendo mendrugos de pan y enseñando rezos y plegarias a los niños pequeños. La Iglesia lo controla todo, absolutamente todo. No educa a la población, pero los castiga, los mutila, los abandona y los mata de hambre y de sed.
El tercer pilar de Suspiria es el ejército: no los soldados rasos que dan su vida en cada batalla, que luchan por comer, por amanecer un día más. Los mutilados y los enfermos que han batallado por Santrael también son considerados Infieles, y se considera que han estado castigados por Dios, por tanto, su acceso al Edén tampoco está permitido. Solo los puros y los santos pueden pasear en sus jardines inundados, el resto del mundo pasa penurias en La Nueva Babilonia.
El alto mando de la armada también habita en el Edén, van vestidos con armaduras esmaltadas de plata con el pentáculo negro en la pechera. Van armados con arpones, escopetas, trabucos y pistolas. También con espadas y cuchillas y su misión en la vida es procurar que la doctrina del Marqués y de la Iglesia se cumpla al pie de la letra sin importar a quien torturar, pegar o matar en su camino para alcanzar el éxtasis de la fe. Sus acciones están completamente justificadas, solo intentan cumplir con la voluntad de Dios.
Con tanta guerra y tanta batalla de por medio, incluso los altos cargos de la iglesia y del ejército sufren daños y mutilaciones, y Suspiria, de entre otras cosas, carece de hospitales. Un capitán general con un dedo de menos podría ser considerado un Infiel, y su acceso al Edén quedaría restringido. Aquí es donde entra en juego nuestra Saqueadora: la Nueva Babilonia está controlada por pequeñas mafias que buscan comprar los favores del Edén, tanto del ejército como del clero. Los Gnomos, los verdugos de Suspiria son los encargados de colgar a las pobres víctimas del Gólgota, mientras que los saqueadores y saqueadoras rapiñan las partes aprovechables de dichos cadáveres, que posteriormente son entregadas a un Matón, el encargado de recolectar el tributo diario de los chavales nacidos en las favelas. Jóvenes que buscan desesperadamente llevarse algo que empape sus gargantas. Si al final del día, el saqueador no ha cumplido con su tributo, es castigado severamente por el Matón y, probablemente entregado para carne.
Suspiria, ciudad de pecado y de lujuria (por mucha que la iglesia insista en ocultarlo), plaza de la soledad, bastión de las almas perdidas, el lugar donde la humanidad ha olvidado amar. Donde la luz murió cegada de tanto llorar, donde la luna roja tiñe los edificios con la sangre derramada en esta eterna guerra de clanes y de fe. Suspiria, la ciudad del dolor.

La Saqueadora avanza entre la multitud de gente cubierta con la capucha y la máscara para evitar ser reconocida. Ya es media tarde y empieza la vida en Suspiria. El sol da una pequeña tregua a los moradores, sus rayos se suavizan, la arena ya no hierbe ni la piel se quema. Dispuesta a perderse hasta que la noche avance, la muchacha camina hasta la Plaza del Mercado de Nueva Babilonia, un lugar ancho y espacioso, de planta circular y rodeado de columnas donde los tenderos abren sus puestos: se venden esclavos, pócimas, alcohol, tabaco de mascar y otras sustancias narcóticas. Ni rastro de comida ni agua.
Divisa entre la muchedumbre a un apuesto joven: alto y esbelto, está conversando amigablemente con un mercader que acaba de exponer sus efectos. Sacude al sol su larga cabellera castaña y despeinada. Incluso en la distancia, logra distinguir dos enormes ojos pardos y dos marcas de dedos negros pintadas en la mejilla. Le sonríe al mercader y ella se sonroja. Tiene la sonrisa más bonita que jamás haya visto, aunque tras ella se escondan los chasquidos de un látigo cortando el aire, la crueldad de horas de palizas sin compasión… Si cierra los ojos, puede sentir como sus manos aprietan su cuerpo y le separan las rodillas con rudeza. Una lágrima corre por su mejilla y un temblor sacude su cuerpo, la cicatriz de su rostro estira su piel. Lo mejor será esquivar por todos los medios al Matón de la Bonita Sonrisa, ya pagará sus deudas con él más adelante, cuando tenga un tributo que entregarle.
Siente los labios agrietados, en el centro de la arenosa plaza hay un pozo público, justo debajo de una inmensa estatua del Marqués imitando al Pantocrátor: con el Libro de las Sombras en la mano izquierda y bendiciendo con dos dedos de la mano derecha. Con la garganta seca, la Saqueadora se acerca a los pies de su señor para beber un trago de agua, aunque para su decepción: el pozo está seco. ¿Cuántos meses hará que no llueve en Suspiria?—piensa la muchacha con los ojos clavados en el cielo— ¿Habrá pasado ya un año?
No puede evitar mirar con desdén hacia la cúspide de la ciudad: hacia el Edén y sus jardines, sus fuentes y sus cascadas, y sus caminos inundados de agua cristalina para que el alto clero se refresque los pies mientras pasea. La muchacha les odia: ¿por qué ellos se llevan todos los recursos mientras la población se muere de hambre y de sed, de miedo y de enfermedad? ¿Qué clase de Dios les ha dado el poder? ¿Qué clase de Dios permite que una élite de viejos verdes camine por el agua mientras hay niños muriéndose deshidratados en la calle? Cada vez más aumentan las dudas de la Saqueadora sobre la divinidad del Marqués.
“Si dejáramos de tenerle miedo… Si no tuviese a esa guardia y a esos Gnomos persiguiéndonos por los rincones, podríamos unirnos y destrozar sus condenados jardines”.
La joven aprieta los puños llena de ira, ya ha dejado de sentir el dolor de su costado y, cabreada, patea con rabia la estatua del Marqués. Inmediatamente se arrepiente de ello y el corazón le deja de latir: esa patada puede costarle unos latigazos por haber atentado contra el líder, pero, para su sorpresa, los guardias no van a por ella. Confundida, mira a ambos lados de la plaza, buscando los uniformes con el pentáculo invertido, ni rastro… “Qué extraño”.
Lo que si le llama particularmente la atención es la multitud que se ha congregado en el extremo sur, junto a los tenderetes de tabaco de mascar, hojas de coca y paan. Muerta de curiosidad se acerca, abriéndose paso entre el griterío. Su pequeña estatura y sus dotes como Saqueadora le permiten deslizarse entre la gente hasta llegar a primera fila: sobre una improvisada tarima de madera se alza un hombretón con el rostro pintado de rojo y ojos ambarinos de delgadas pupilas sobre pobladas cejas, tan penetrantes que te abrasan el alma. Bajo los labios gruesos, la barba gris y recortada en forma de triángulo sobre el mentón. Va vestidos con ropajes humildes y desgarrados, hechos a girones, sin embargo, sus manos y su cuello están exquisitamente decorados con grandes anillos y brillantes cadenas. Como la mayoría de personas que atraviesan Suspiria, se cubre la cabeza con un sombrero negro. Aunque lo que más despierta la curiosidad de la Saqueadora son sus brazos, cubiertos de tinta negra, desde la distancia no logra distinguir las ilustraciones, pero juraría que representan iconografías bíblicas, o eso cree por la similitud entre los tatuajes y las pinturas que ha visto en las iglesias.
Otra punzada de dolor y la muchacha se sujeta la cadera izquierda.
El sol de la tarde, a su espalda, dibuja su silueta en el horizonte, la Saqueadora tiene que forzar la vista para distinguir sus rasgos y sus facciones. Tiene una voz prodigiosa, carismática y paternal, es sencillo quedarse cautivada por sus parábolas y sus canciones. Concretamente, está contando una conocida leyenda que se les cuenta a los niños desde hace exactamente treinta y tres años:
“La sórdida partida de ajedrez va llegando a su fin… — proclama solemne extendiendo los brazos hacia la multitud, su capa está sucia y hecha trizas.
Dios y el Diablo se han cansado de nosotros: ¡No significamos nada para ellos! Solo somos un juguete roto. Se ríen de nosotros, ¡nos hemos cargado el planeta con nuestros plásticos y nuestros vehículos! Matamos por placer, violamos sin consecuencia, estafamos, robamos, bebemos y follamos sin moralidad, sin culpa ni remordimiento. ¿Qué clase de monstruo permite que una mujer sea asesinada por la persona que ama? ¿Qué un anciano muera solo y enfermo?
¿Tan ciegos estáis? ¡No os dais cuenta! La guerra ha consumido a la humanidad, ¿no los oís?—el hombre se pone un dedo en los labios y una mano en la oreja, sus uñas sucias están esmaltadas en negro—ya llegan, galopando a toda prisa, los cuatro jinetes del Apocalipsis: la Muerte, la Peste, la Guerra y el Hambre. Y con ellos vendrán las Siete Plagas, aquellas que anuncian el final de todo: los infieles morirán enfermos, los mares se teñirán de sangre y los ríos se convertirán en basureros. ¡La cuarta ya ha llegado! ¿O es que no veis como el sol arde sobre nosotros? ¿Cómo el ente que nos tendría que dar calor, que dar vida, nos abrasa la piel y nos quema las entrañas? ¡La oscuridad se cierne sobre nosotros!  ¿No os dais cuenta de como la luna ensangrentada brilla en Suspiria más que en ningún otro lugar en el mundo? Queda poco, queda muy poco para que el suelo se abra y escupa fuego, los campos se sequen y los bosques se mueran… ¿Y qué hacéis vosotros para remediarlo? ¡Nada!—escupe al público con repugnancia— ¡Nada! Estáis demasiado ocupados luchando en vuestras guerras, mientras el Marqués os tenga entretenidos no os dais cuenta de que el mundo se está muriendo, no, lo estamos matando…”

La muchacha se sitúa junto al poste de un puestecito de tabaco de mascar, allí parece que hay un poco de sombra y una débil brisa fluye entre los callejones. A su lado, un hombre alto, embutido en cuero y con una capa alrededor del cuello masca insistentemente un paquetito de paan. El sonido que desprenden sus chasquidos resulta verdaderamente molesto. Junto a las botas de la Saqueadora, gargajea un enorme escupitajo rojizo.
— ¿Quién es ese tipo?—le pregunta mientras el predicador continúa con su discurso.
Bajo la capucha, el hombre oculta una larga melena de rizos negros y un rostro con arrugas que denotan su edad:
—Lo llaman el Príncipe de la Dulce Pena—le explica pasivo, sin desviar la mirada del personaje—. Va dando tumbos de ciudad en ciudad, explicando milongas sobre el apocalipsis. Está convencido de que la única manera de detener la guerra entre Ciudad Esmeralda y Suspiria es clonando a Rebeca.
— ¿Quién es Rebeca?—pregunta la joven.
— ¡Pero tú eres idiota! ¿A caso quieres que te arresten? Está prohibido hablar de Rebeca. —masculla entre dientes una voz aguda.
A la conversación se ha añadido un tercer hombre, vestido en su totalidad con una larga túnica de mangas anchas, larga hasta los pies y sujeta al hombro con cadenas. Se quita la capucha y deja al descubierto una cabeza rapada, dos grandes aros de plata cuelgan de sus orejas y colgantes de su cuello. Dos líneas de pintura negra atraviesan su ojo izquierdo, probablemente ocultan algunas antiguas cicatrices de batalla. La sombra de sus ojos también está pintada de negro y lleva una barba de chivo tejida con hilos de plata.
Un escalofrío le recorre el cuerpo a la muchacha y otra vez otra punzada de dolor en la cadera que se sujeta débilmente, ninguno de los dos personajes le inspira confianza. Ambos hombres lucen como guerreros curtidos en batalla, seguramente son soldados que combatieron en las primeras batallas que libró Suspiria en la antigua Palestina, hace ya treinta y tres largos años.
— ¡Nadie va a enterarse! Los guardias están demasiado ocupados hoy para prender a un imbécil borracho que predica en la plaza. —protesta el primero, su tono de voz es áspero y se nota cansado.
— ¿Dónde están los guardias?
—A ver niña, ¿tú que quieres saber? ¿Dónde están los guardias o quién es Rebeca?
—Ambas cosas.
El personaje de los rizos negros está enrollando tabaco de mascar en una hoja de paan para reemplazar el paquetito que ya ha consumido. Habla indiferente, sin apenas prestarle atención a la chiquilla:
—Han llegado rumores de que un espía de Ciudad Esmeralda se ha escabullido en Suspiria. ¡En el Edén están que arden!—él solo se ríe por el chiste mientras lía el tabaco—Se comenta que se le ha visto husmeando entre las tabernas y los burdeles de la calle del Sexto Mandamiento. ¡Claro! Como en Ciudad Esmeralda son unos puritanos y uno santurrones no deben saber ni lo que es follar ni beberse una buena cerveza. —el hombre se vuelve a reír y se mete en la boca la hoja de mascar.
—Han empezado a llamarle El Brujo—añade el otro soldado siguiendo la acústica conversación de su compañero—por la manera en la que aparece y desaparece, como por arte de magia—realiza un ridículo gesto con las manos imitando a un mimo—Las putas y las taberneras que lo han visto se atreven a decir que es el mismísimo Leartnas, el profeta de los Seres de Luz, que ha venido a matar al Marqués.
— ¡Pero qué gilipollez más grande dices!—protesta de nuevo el del cabello largo— ¿Qué se le ha perdido al líder de Ciudad Esmeralda en Suspiria? ¡Ya tiene bastantes problemas en su ciudad como para venir aquí a dar por culo!
— ¿Qué problemas podría tener Ciudad Esmeralda? Eso sí que es el auténtico Edén y no esas fuentes donde vive el cardenalato.
—En Ciudad Esmeralda están tan jodidos como lo estamos nosotros aquí—escupe otra flema roja y negra—Su isla está hecha de plástico y de basura, sus peces se mueren y sus playas están repletas de cieno y fuel. Su vida es tan patética y miserable como la nuestra.
—A ellos no se les mata por ser gay, ni se les crucifica por blasfemar contra su líder. ¡Mira a ese pobre diablo!—señala al predicador el de la barba de chivo— En cuanto algún guardia pase por aquí le van a dar más hostias que en una misa.
—Ni lo bueno es tan bueno, ni lo malo es tan malo, mi querido amigo—añade mientras masca tabaco—. Su ciudad se muere, igual que nosotros. La guerra los ha destrozado, esto se ha alargado demasiado, —alza la vista hacia los balcones del Edén, con la sangre hirviendo en su mirada y la mandíbula contraída de rabia. Aprieta los piños con fuerza—y mientras el Diablo está allí, observándonos, sonriendo, mirando como nos morimos de hambre y de sed, contemplando nuestro adiós, mientras que el fin de la humanidad no le importa ni a Dios – vuelve a escupir despectivamente una flema sanguinolenta—quizá el Príncipe tenga razón—el hombretón lo mira y suspira nostálgico—y resucitar a alguien que lleva treinta y tres años muerta sea la única opción de acabar con este absurdo conflicto por el poder.

— ¡Dios nos ama!—grita una mujer anónima desde el público en respuesta al Príncipe. La muchacha vuelve a dirigir su atención hacia el enigmático personaje—Él jamás dejará que nos pase nada. Los sacerdotes del Edén cuidarán de nosotros y de nuestros hijos, tenemos fe. ¡Blasfemo!
La mujer agarra una piedra y se la lanza al Predicador, que se cubre el rostro con las manos.
— ¿Dios? ¿Los sacerdotes del Edén?—se burla— No hay más dios que tu conciencia, mi querida señora. La iglesia es solo una cárcel de oro y fe. De pobres almas buscando un por qué. ¿Dónde está tu Dios, mi querida señora?—su voz es áspera y de tanto gritar se agrieta por el intenso calor— ¿En un altar o en la risa de un niño? ¿En una jaula de oro chapoteando en las fuentes del Edén o con las putas, los enfermos y los mutilados de la calle? ¡Tú! Sí, tú muchacho—prosigue señalando al hombre joven de cabello largo y castaño claro, que lleva dedos negros pintados en las mejillas— ¿Cuál es tu dios, chico? ¿El que castiga o el que vive en tu forma de amar? Cítate esta noche con una mujer, hazle el amor entre los cartones de las favelas y acurrúcate junto a ella: bésala, acaríciala y abrázala, porque el futuro, vuestro futuro, nunca vendrá. Se ha parado el reloj. Besa a tu chica compañero, bésala hasta que tus besos se mueran y se ahoguen en un vaso de alcohol. —se aclara la voz.
Está agotado, sudando a borbotones y la tristeza se ha adueñado de su rostro, se está dando cuenta de que, por mucho que insista, Suspiria está perdida.
— ¡No mientras sigáis ciegos con las trampas de amor del Marqués, luchando una guerra insignificante que no es la vuestra, lo que va a llegar, lo que está por venir es mucho peor!
Se detiene de repente, está a punto de derrumbarse por el calor, se tambalea levemente y apoya sus manos en sus rodillas. La muchacha, desde su sitio, aprieta los puños con fuerza y se muerde el interior de la mejilla, una gota de sudor frío resbala por su sien, dolor y más dolor en la cadera. El Predicador hincha los pulmones tanto como puede y coge una gran bocanada de aire árido que le rasca la garganta.
El calor del desierto ha empezado a afectar a su discurso, y balbucea palabras sin sentido:
—Vinieron hace siglos, del espacio exterior…—acaricia con dedos de seda las nubes tóxicas que se ciernen sobre el atardecer de Suspiria, en el lugar donde tendrían que brillar las estrellas. Hace años que nadie ve brillar una estrella. —La sórdida partida de ajedrez se termina… Está llegando, ya está aquí…—jadea cansado, apenas puede seguir. El sol de media tarde arranca reflejos de sus ojos ambarinos—La Ira de…
    ¡Ahí está! Atrapadle.
Tal y como predecía el soldado, la guardia del Marqués ha llegado y pretende ajusticiar al Príncipe de la Dulce Pena, que en cuanto ve llegar al grupo de hombres armados empalidece como un muerto. Como cada vez que interrumpen en la Nueva Babilonia, la guardia del Marqués va dejando un reguero de caos y violencia a su paso: destrozan los tenderetes de los mercaderes, dan patadas a los niños y tiran del pelo a las mujeres. Uno, en un ataque de misericordia, ha atravesado a un anciano con un puñal para ahorrarle la molestia de morir solo y enfermo.
Las armaduras esmaltadas de la docena de guardias resplandecen con los últimos rayos de sol, los pobres diablos se estarán cociendo allí dentro. Se cubren con cascos viejos de cuero y llevan en el pecho grabado un pentáculo invertido de color negro. Con sus escopetas y trabucos apuntas directos al predicador.
La multitud asustada se ha empezado a disolver a codazos, patadas y gritos. Una mujer empuja a la Saqueadora contra el tenderete de tabaco, pero el Soldado de la larga melena la sujeta con fuerza por el brazo, le aprieta tanto que está a punto de cortarle el flujo sanguíneo.
    ¡Ese es! Ese es el hijo de puta.
De entre los guardias se abre paso una figura brillante, un anciano: es uno de los altos cargos del Edén, debe de ser un cardenal o un arzobispo, la muchacha no conoce sus reglas de protocolo, pero va vestido con elegantes sedas doradas y púrpuras, exquisitamente decoradas y un solideo morado sobre la cabeza cubierta de pelo blanco. Tira con fuerza del brazo de una mujer joven, de largo pelo rubio y cuerpecito esbelto, la chica lleva una esposa en una mano, atada a lo que parece ser un barrote de madera.
— ¡Ese es el desgraciado que he pillado en la cama con mi sobrina!—grita el clérigo señalando al Príncipe de la Dulce Pena.
—En mi defensa diré que la idea de atarla a la cama fue suya. —se excusa aprovechando la confusión que ha generado la llegada de la guardia. Se cubre el rostro con la máscara y la cabeza con una gorra enjoyada, salta de la tarima y desaparece entre el bullicio.
— ¡Encontradlo, maldita sea! ¡Encontrad a ese hijo de perra!—maldice y blasfema el clérigo pateando con fuerza el suelo y llenando de polvo su impoluto hábito blanco. La chiquilla lloriquea y gimotea con las mejillas encendidas.
La Saqueadora observa la escena e intenta localizar al Príncipe entre el gentío, pero hay tantas capas y capuchas peleando por escapar de la represión de la guardia que es imposible localizarlo, quien si la ve es el muchacho de largo pelo castaño que ha interrogado el predicador durante su discurso.
El joven alto y apuesto viste con armadura de cuero endurecido, sujeta con cadenas y correas: negra como el carbón, oscura como su alma. En su mano, un zanjir con seis gruesas cuerdas que aprieta con fuerza. Incluso desde la distancia percibe el gesto descompuesto de su cara, como sus dientes crujen de rabia y el látigo chasquea en el aire. Siente escalofríos y se marea con solo de pensarlo.
Con sus ojos pardos va buscando entre la gente, se topa con alguien y le sonríe: tiene la sonrisa más bonita que nadie haya visto jamás, una sonrisa que, aunque hermosa, oculta a un ser cruel y despiadado. Las dos marcas de dedos negros en sus mejillas son una distinción de su calaña, es un Matón de las mafias de la Nueva Babilonia.
La Saqueadora traga saliva y las piernas le tiemblan, sabe perfectamente quién es ese hombre y que quiere de ella, no es el primer encontronazo que tiene con nuestra compañera. Asustada, retrocede hasta toparse de nuevo con el soldado que masca paan. Se agacha a su altura y le retira el pelo de la oreja:
—Será mejor que te marches ahora, —le susurra en confidencia con su voz áspera.
Ella asiente con la cabeza y con manos sudorosas rebusca entre su ropa hasta dar de nuevo con el colgante del extraño símbolo:
—Antes tengo que encontrar a mi hermana…—responde con la voz vibrante—Lleva un colgante como este.
— ¿Es que te has vuelto loca? ¡Guarda eso inmediatamente!—grita el soldado de la barba de chivo que, presa del pánico, oculta el símbolo entre sus manos— ¿A caso quieres que te maten? ¡Haz el favor de salir corriendo de aquí antes de que te vea!
El hombre, a empujones, la apremia a salir corriendo. Antes de marchar a toda prisa cubre su rostro con la capucha y la máscara, solo deja al descubierto sus enigmáticos ojos bicolores.


PARTE II: LA PROCESIÓN DE LOS BORRACHOS

Los últimos rayos de sol se suicidan por el oeste para dejar paso a la negra noche de Suspiria, coronada por una luna ensangrentada y cubierta por nubes verdes de lluvia ácida y relámpagos aterradores. Con el sol agonizando, la Saqueadora se escabulle entre los callejones y callejuelas de la ciudad, con la espalda pegada en los muros de piedra y los pies arrastrando la arena se deja llevar hasta caer en la calle del Sexto Mandamiento, o como se la conoce entre los lugareños: La Procesión de los Borrachos*. Un lugar de lujuria y pecado, de vicios y medias rotas, un lugar que es al mismo tiempo feliz y triste, que siempre está lleno de gente y música a la vez que es solitario y lúgubre. 
La Procesión de los Borrachos es una larga calle sin pavimentar, con sus callejuelas adyacentes, situada al sur de la Plaza del Mercado y que se extiende hasta la muralla. Las tabernas, posadas y burdeles más sucios de la ciudad se aglomeran allí: entre cervezas aguadas, niños raquíticos y prostitutas enfermas. Con la luna, la Procesión ha comenzado y centenares de hombres y mujeres de todas las edades peregrinan en busca de algo que les llene la garganta y les sacie la sed.
Más de una veintena de lupanares se aglutinan en la calle y la muchacha se los conoce todos, no es la primera vez que los visita, y probablemente tampoco será la última. Alza la vista hacia los letreros de madera que enuncian el nombre del local: la Saqueadora, como casi todos los jóvenes de Suspiria, no sabe leer, solo el clero, el Edén y los que nacieron antes de la guerra dominan ese antiguo arte, pero sabe reconocer fácilmente la taberna por la ilustración medieval que tiene pintada en el letrero colgante de la entrada:
El cartel que tiene un caldero burbujeante de espuma violeta es la entrada al Caldero de los Sueños*, el burdel que tiene como símbolo a un grupo de mujeres desnudas danzando alrededor de una hoguera se llama La Cántiga de las Brujas, el hombrecillo solitario con los brazos en cruz en un huerto de olivos da la bienvenida al Olvidado de Dios*, el del ser verde y grotesco con verrugas y orejas puntiagudas bebiendo de una jarra de cerveza es La Taberna de los Trolls*, la mujer desnuda encerrada en una jaula invita a los peregrinos a La Prisión del Placer* y la pequeña hada durmiendo en una luna creciente está pintada en el letrero de la mancebía El Hada y la Luna*.
La Saqueadora examina uno por uno todos los locales, asomando su naricilla de ratón sobre las puertas de vaivén. Los burdeles y los bares están a rebosar, tanto de putas como de feligreses. Al parecer, los Guerreros de Rivia no solo le han robado a ella su botín, la Procesión entera está llena de saqueadores y saqueadoras de distintos clanes y favelas que, como nuestra amiga, intentan llevar algo a casa para librarse del castigo.
Finalmente, se detiene en una pequeña taberna, con muros de piedra tosca desigual, tejado plano, ventanas pequeñas y puertas de vaivén. Una luz amarilla resplandece desde el ventanuco, del interior suena una alegre canción:

Al calor de algunas cervezas
Esperando el día del juicio final
Si es verdad que es el fin de la humanidad
Que nos pille borrachos de verdad, ¡yah!

En la entrada, bajo la puerta, hay un hombre acurrucado en el suelo, y en el otro lado, otra figura duerme la mona junto a un charco de vómito. Traga saliva y una gota de sudor frío le recorre la sien, la Procesión de los Borrachos es el peor rincón de Suspiria, y esa taberna es el peor rincón del peor rincón de Suspiria, pero ante todo lo prefiere al castigo que le dará el Matón si regresa con las manos vacías. Otra punzada de dolor y un latigazo le recorre la espalda. Hincha los pulmones de polvo y contaminación y se arma de valor.
El cartel de madera se tambalea y chirria con una inesperada brisa del desierto, tiene dibujado a un ser encapuchado que sujeta una guadaña: la joven atraviesa la puerta con cuidado de no pisar a los dos borrachos, un silencio sepulcral antes de la eternidad: Bienvenida a la Posada de los Muertos.
A pesar del nombre y de la reputación, la Posada de los Muertos no es un lugar tan terrible: está abarrotada, como todos los burdeles esta noche. La música y las risas de los borrachos le bombardean las sienes causándole un horrible dolor de cabeza. Sostiene una náusea. En un intento inútil de sofocar el olor a sudor de los clientes han perfumado el local con incienso y aceites exóticos que saltan las lágrimas.
El interior está recubierto de tablones de madera desgastada, con candiles sujetos en las paredes y un candelabro con velas colgando en el centro. Mesas redondas con varias sillas distribuidas en el espacio y un pequeño e improvisado escenario, donde canturrea un alegre violinista.

El apocalipsis han dicho que vendrá
Que el fin de este planeta, en unos días llegará
Pero lo que nunca la biblia nos contó
Es que a los borrachuzos se nos concedió el perdón.

También hay dos barras con taburetes, con grandes barricas de licor a sus espaldas:
“En Suspiria pueden escasear la comida, el agua y las medicinas, pero hay tres cosas que nunca faltarán: alcohol, putas y sotanas”.
Puede incluso que el Predicador de la plaza tuviese razón: mientras la gente tenga con que distraerse, mientras puedan beber y follar, la guerra y el hambre, e incluso el fin del mundo les darán igual.
Las taberneras, vestidas con provocativos escotes y faldas desgarradas andan atareadas, corriendo de un lado para el otro, transportando bandejas de cerveza amarga rellenada con agua sucia y chupitos de tequila elaborados con agave podrido. En su camino, se encuentran con babosos que les tiran de las faldas, les pellizcan el culo o les meten las manos en la blusa. Ellas gritan y ellos ríen.
La Saqueadora se mantiene al margen un instante, analizando el terreno, con la espalda pegada contra la pared: parece ser que todos los feligreses ya están ocupados, todos tienen a una jovencita o a un muchachito sentado en sus faldas, dándoles besos y caricias. El afecto y el cariño escasean en Suspiria, casi tanto como escasea el agua, así que es normal que se busque algo de calor y contacto humano para pasar las penas y las largas noches.
Los ojos dicromáticos de la muchacha se detienen en un solitario lobo, el único ocupante de una mesa en la penumbra, va totalmente vestido de negro, con la capucha cubriéndole la cabeza, ni siquiera puede ver sus ojos. Bebe lentamente de una jarra de cerveza oscura. Sus manos son enormes y están cubiertas por guantes de cuero. Traga saliva otra vez, a pesar de ser un cliente potencial, no es demasiado usual encontrarse a un hombre totalmente solo en una posada llena de putas, tampoco le transmite confianza el hecho de que no se haya descubierto el rostro: quizá es horripilante, o tiene la cara desfigurada… A lo mejor es tan feo que ni siquiera una prostituta quiere acercársele. La muchacha mira de reojo por la ventana, la gran luna ensangrentada ya casi ha llegado a su zenit, el tiempo se está agotando… es o él o el castigo que le impondrá el Matón, y hay pocas cosas peores que el castigo del Matón, por muy bonita que sea su sonrisa en comparación con el horrible rostro del peregrino. Le toca armarse de valor de nuevo: se quita la capa y deja al descubierto sus hombros estrechos, llenos de cicatrices y quemaduras por el sol, se pasa los dedos por la sucia melena castaña y se sacude el polvo de la ropa, con decisión, se acerca al desconocido, que ni siquiera se digna a mirarla:
    ¿Quieres un beso?—le pregunta convencida.
El hombre es muy grande, tan grande que impone y la muchacha se encoje. Alza el rostro y dos pequeños ojos oscuros color café se clavan en ella. Una franja de pintura negra oculta sus rasgos, difícilmente deja distinguir una mandíbula cuadrada y un mentón rígido. Su única peculiaridad es un lunar junto al lado izquierdo de su nariz.
Un escalofrío le recorre la espina dorsal y el labio le tiembla insegura.
—No, lárgate…—responde muy serio con una voz profunda y grave.
La chica, desconcertada, mira a ambos lados de la taberna, no hay ningún nazareno libre que desee sus besos, el hombre misterioso es su única opción para librarse del castigo. Como una gata se desliza al otro lado de la mesa, junto a él, e intenta acariciarle el hombro:
    ¿Estás seguro? Las noches en Suspiria son tan largas…
El encapuchado le agarra con fuerza de la mano con la que se disponía a tocarle:
—Te he dicho que te largues. —le escupe con arrogancia presionando con una fuerza inhumana la pobre muñeca de la muchacha.
La chica se retuerce de dolor y contrae el rostro, el desconocido la suelta y le da un fuerte empujón y, como si nada, sigue bebiendo cerveza. Los ojos se le llenan de lágrimas mientras se aleja frotándose la mano herida, los grandes dedos se han marcado a fuego entorno a su carne pálida. Se detiene un instante y aprieta con rabia el colgante que oculta entre sus ropas. Duda, duda, duda…. El aire no le circula bien por los pulmones y el dolor de la cadera es cada vez más intenso, pero está demasiado dolida y humillada, no por el rechazo a su beso, sino por el castigo que le espera. Siente como los ojos color café del feligrés se le clavan en la nuca como un puñal afilado y, en seguida, desiste y se marcha.
Antes de salir por la puerta echa un último vistazo a la posada: el alegre violinista sigue cantando sobre el escenario; está solo y parece que nadie le hace caso. El pobre hombre está tan ebrio que ya ni se entiende la canción que intenta cantar, ni siquiera puede sujetar el violín sin perder el equilibrio. Sus mejillas rojas encendidas compiten con la luna de Suspiria. Su ropa está hecha girones, en largas tiras de tela que revolotean alrededor de sus tambaleos. Sus brazos están al descubierto, le recuerdan a los del Predicador, cubiertos de tinta, en uno de ellos, destaca la silueta de un violín. El cómico hombrecillo lanza su viejo sombrero a un público inexistente.
— ¡Muchas gracias, Suspir…,  Supsir…, Suspiria!—tartamudea mientras su cuerpo se balancea.
La muchacha se acerca despacio a contemplar la escena, recoge el sombrero del suelo y le saca el polvo: es de copa y lleva una cinta roja anudada alrededor. El hombre intenta tocar el violín otra vez, pero está demasiado borracho como para seguir tocando y cantando, se bambolea de nuevo, los tablones de madera crujen bajo sus pies y se cae del escenario provocando un gran estruendo. La chica mira a ambos lados, nadie le presta atención al pobre diablo que, como puede, intenta incorporarse. Suspira resignada:
“De perdidos, al río”.
Se acerca despacio al borrachuzo y se sienta a su lado, con la espalda contra el escenario y deposita con cuidado el sombrero sobre su regazo. Incluso después del batacazo, el hombre continúa cantando, o al menos, eso intenta…

Ooh, Oooh, no temas a las plagas,
Aférrate a unas bragas eso te protegerá.
Ooh, Oooh, te tengo que insistir,
Amigo mío, aun tequila mucho por vivir.

La muchacha observa el violín, el colgado se aferra a él con las pocas fuerzas que le quedan, quizá la Saqueadora pueda sacar algo por él. El aliento le apesta a alcohol y vuelve a replantearse su decisión, cierra los ojos y contrae el rostro asqueada.
— ¿Quieres un beso?—vomita la joven, utilizando la expresión típica de Suspiria para indicar que ofrece sus servicios al caballero.
El violinista la mira de arriba abajo: tiene el cabello largo y castaño y un poblado bigote, ambos salpicados de canas. Unos graciosos hoyuelos y arrugas de expresión enmarcan una cara sucia de rasgos almendrados y labios finos. Aunque esté borracho como una cuba parece alegre y simpático.
Hincha las mejillas, como si estuviese aguantando la respiración y se hecha a reír a carcajada limpia: su risa resuena en eco contra las paredes de la posada, el hombre se está riendo tanto que se tira al suelo y se agarra la barriga. Dos nubes rojas se dibujan en las mejillas de la muchacha:
— ¿Para qué iba a querer yo un beso tuyo?—pronuncia con los ojos salpicados en lágrimas de tanto reír— ¿Tú te has visto?
La chica, avergonzada, cubre su cuerpo con sus brazos enclenques mientras el violinista la mira con desprecio de arriba abajo:
—Mírate, solo eres una chiquilla sucia y polvorienta. Tu pelo está enmarañado y pegajoso. Tienes manchas del sol en la cara y en el pecho, las mejillas quemadas y, por si fuera poco, tienes los ojos raros—la muchacha se frota los ojos bicolores en un vano intento de que, por arte de magia se volviesen “normales”—. No tienes tetas ni tampoco culo, estás esquelética, ¿dónde me iba a agarrar? Tus labios están secos y agrietados, ¿con eso se supone que me vas a besar? y encima hueles mal… Seguro que tienes ladillas. Las noches son largas y frías en Suspiria, pero prefiero pasarlas con la tripa llena de cerveza antes que con una puta de favela—le mete un dedo en el ojo. Y esa cicatriz es de lo más horrenda. Tienes mala cara niña, ¿acaso estás enferma? —frunce el ceño— Esas ojeras tan grandes no pueden ser normales ni tampoco ese tono de pies… Seguro que lo que quieres es pegarme algo, ¿te envía alguien a matarme? ¿Cuánto te han dado? ¡Lo que quieres es robarme el violín!
El hombrecillo se aferra con todas su fuerzas a su instrumento y vuelve a rodar por el suelo. La Saqueadora respira con resignación, ni un violinista borracho ha aceptado su beso, ahora sí que sí que está perdida.
Se levanta del suelo dolorida, sujetándose la cadera, mientras el borracho se retuerce y se ríe a carcajada limpia aferrado a su violín como si le fuese la vida en ello.
“Ojalá te ahogues en tu propio vómito, hijo de puta”.
El dolor ha ido a más y empieza a ser una preocupación seria: ahora no solo tiene que centrarse en buscar algún tributo con el que contentar al Matón, sino encuentra algo pronto que le alivie el dolor no podrá seguir saqueando, ni siquiera podrá sobrevivir al castigo…
Con los ojos repletos de lágrimas y latigazos de dolor sacudiéndole la espalda se vuelve una última vez hacia el Violinista Borracho:
— ¡Eh tú, imbécil!—le llama de forma brusca captado la atención del ajumado, que clava sus ojos almendrados en la joven— ¿Has visto a mi hermana?
— ¿Es tan fea como tú?—responde burlándose.
Haciendo caso omiso, la Saqueadora se saca el colgante de la ropa y se lo muestra:
—Lleva un colgante como este.
El Violinista coge una buena bocanada de aire, pero cuando va a contestar pierde el conocimiento y se desmaya sobre los viejos tablones de madera.

Una bofetada de viento del sur agita su pelo cuando sale de nuevo a la Procesión: la música, la fiesta y los gemidos son una leve letanía que se pierde entre los edificios de piedra blanca. Una fuerte presión le bombardea las sienes y le tapona los oídos. No puede pensar con claridad, el dolor de la cadera se ha extendido por el muslo y le oprime la pierna, tiene que arrastrarla para poder desplazarse. ¿Qué va a hacer ahora? Oculta su rostro lloroso y mocoso con las manos. No hay ni un solo feligrés, peregrino o nazareno que quiera recibir uno de sus besos, no hay órganos del Gólgota ni chatarra de los Gnomos que le permitan pagar su tributo diario.
El Matón de la Bonita Sonrisa la está buscando, casi puede oír los gruñidos de su boca y sentir sus manos rasgando su piel y su látigo, el horrendo chasquido de su látigo zumbando en el aire… su horrible zanjir de seis gruesas cuerdas, manchadas de sangre seca, con la que la azotará hasta que el sol suicida vuelva a cubrir a la luna ensangrentada de Suspiria. Con solo de pensarlo ya le arden las cicatrices que cubren sus muslos y arañan su espalda. No obstante, nada será tan malo como recibir el castigo que vendrá antes, para compensar su tributo. Un escalofrío de dolor le recorre la columna vertebral, necesita pensar, pensar con claridad, pero para ello primero necesita calmar su dolor…
— ¡Eeeh! ¡Chica!—la muchacha mira desconcertada a su alrededor en busca de la voz punzante que la ha llamado—Sí, tú, chiquilla.
A la sombra de un muro en el lado izquierdo de la calle, oculto por la oscuridad, hay una figura sentada y acurrucada en el suelo. Viste con harapos sucios de polvo rojizo y sus manos están cubiertas por mayas de tela agujereada. Frente a él, un cuenco de madera con un poquito de agua sucia. La joven se acerca cautelosa para encontrarse de frente con dos ojillos azules y perspicaces. La cercanía le permite identificar lo que, ahora andrajos de ropa, en otros tiempos debió ser un hábito de monje.
Se enjuaga el rostro con el dorso de la mano antes de enfrentarse a su mirada cristalina, que va acompañada de una sonrisa cálida y amigable de dientes amarillentos y desiguales. Pocas sonrisas tan bonitas se ven en Suspiria como la de aquel pobre desgraciado.
— ¿Has escuchado alguna vez la triste historia de Jimmy ‘Tiro en el Pie’?—le pregunta con extraña alegría—Es de las historias más raras y alucinantes que he escuchado jamás. Tienes que contarla y compartirla allá donde estés, porque nunca escucharás nada como la triste historia de Jimmy ‘Tiro en el Pie’.
“Es un Goliardo”—deduce ella— o al menos eso parece por sus vestiduras eclesiásticas y su cuenco de mendigo.
De entre sus ropas extrae un objeto alargado y reluciente que se acerca a los labios: Una flauta. Definitivamente se trata de un Goliardo que canta y toca para sobrevivir. No es muy distinto a ella. La joven sonríe nostálgica y apenada por la contagiosa risa de ese encantador personaje.
De la unión de sus finos labios con el instrumento musical nace una alegre melodía de taberna.
—La afición de Jimmy era cazar, pero no había nada en el mundo que se le diera tan mal… Una vez, mientras andaba por el bosque haciendo un ruido descomunal como si sus pasos fueran bombas al explotar, se encontró perseguido por un enorme oso…—el Goliardo ruge y abre las manos en forma de zarpa imitando la postura del animal— Consígueme un traguito de tequila para pasar la noche y te cuento como acaba la historia.
El hombre le guiña un ojo, sus mejillas están salpicadas por una incipiente barba plateada y entorno a sus sienes se advierten señales de experiencia vivida. Si ese Goliardo errante ha llegado a Suspiria en busca de misericordia y compasión, no ha podido escoger peor lugar donde caerse muerto.
— ¿A ti quién te ha contado la historia de Jimmy? ¡A Jimmy lo persiguió un cocodrilo, no un oso!
La Saqueadora hincha los pulmones para responder que no puede ofrecerle nada pero es interrumpida por una tercera voz, otro hombrecillo sentado contra el muro del otro lado de la calle. Se sacude la capucha para descubrir una melena gris despeinada y desaliñada. Bajo sus ojos claros, dos manchas de pintura negra. El que ha interrumpido es un personaje pequeño y regordete, de nariz chata y rostro redondeado que, como el Goliardo, va vestido con harapos y girones, con la diferencia de que ha arrancado las mangas a su hábito. Se incorpora pesadamente como puede. La joven tuerce el gesto cuando escucha crujir a sus maltratadas rodillas: el recién incorporado también lleva un instrumento musical colgado a la espalda, parece una especie de guitarra, quizá un laúd o un ukelele, lo cierto es que nunca ha entendido demasiado de música, lo que sí que ve es que el mástil está roto, unido con un trozo de cáñamo y parece que le faltan cuerdas.
— ¿Un cocodrilo?—responde el primer Goliardo en una carcajada burlona—A Jimmy lo asustó un oso mientras cazaba y cayó rodando por la ladera.
— ¡Inútil! Lo aterrorizó un cocodrilo mientras pescaba y de los nervios se disparó en el pie.
— ¿En el pie?—el flautista escupe en el suelo despectivamente y se echa a reír entre sonoras carcajadas, —Jimmy se disparó en el pulgar.
Se intenta incorporar pero no puede, la joven se percata entonces de las piezas de cuero endurecido y cadenas que sujetan su brazo y su pierna izquierda, no es solo un Goliardo mendicante, sino que también está lisiado.
— ¿Cómo iba a darse en el pulgar?—protesta el otro—Entonces se llamaría La triste historia de Jimmy ‘Tiro en el Pulgar’, no Jimmy ‘Tiro en el pie’.
La Saqueadora se encuentra de repente en medio de una pelea sin sentido entre dos miserables desesperados en busca de un trago que les calme la irritación de garganta.
—Tú no le hagas caso a este pobre desgraciado, muchacha, —el Goliardo de la Guitarra Rota se sitúa junto a ella y le toca el hombro, paternal—ven conmigo si quieres escuchar la verdadera y triste historia de Jimmy.
— ¿Pero qué la vas a contar tú?—protesta el lisiado— ¡Tu guitarra está rota! Le faltan dos cuerdas.
El hombrecillo frunce el ceño:
—No es una guitarra. —se descuelga el instrumento de la espalda y acaricia las cuerdas con dedos tan negros como el corazón de Satán, produce un grave sonido que agita el espíritu.
— ¿A caso crees que la niña va a querer escuchar ese estrambótico ruido?—protesta el otro tapándose los oídos.
— ¡Vuelve a insultar a mi música y te arrepentirás, maldito lisiado!
— ¿Qué me has llamado?—grita el flautista carraspeando los dientes con los ojos abiertos como platos— ¡Te vas a enterar canalla!
El Goliardo realiza extraños movimientos con las manos mientras pronuncia un extraño conjuro en un lenguaje inentendible: como si agarrara una nube de tormenta imaginaria, el extraño personaje lanza una fuerza mágica contra su enemigo. El otro cae al suelo y rueda por la arena.
— ¡Te vas a enterar!—grita incorporándose con la cara cubierta de polvo.
Se levanta y utilizando el grave sonido de su instrumento roto, lanza otro hechizo contra el flautista, que se agarra la tripa y se retuerce de dolor.
Lo cierto es que la chiquilla no ha visto nada, no ha visto ningún rayo mágico ni conjuro, ni maleficio. Se confirman sus sospechas: los dos Goliardos son solo dos pobres mendigos que han perdido la cabeza.
—Antes de que os matéis el uno al otro, ¿puedo haceros una pregunta?—se saca el colgante de entre las ropas— ¿Habéis visto a mi hermana? Lleva un colgante como este.
—Ahora no, niña—le regaña el mendigo antes de lanzar otro “hechizo”—.Tenemos que discutir un asunto muy serio.
“¿Más serio que discutir si Jimmy se dio un tiro en el pie o en el pulgar?”
Pone los ojos en blanco mientras observa como el Goliardo de la Guitarra Rota se abalanza sobre el flautista y ambos ruedan por la arena en un enredo de puñetazos, patadas, mordiscos y polvo.
Los observa unos segundos: esos dos idiotas solo le han hecho perder el tiempo, o al menos eso cree, porque al dirigir la vista hacia donde el Goliardo mendigaba, entre chatarra y harapos, junto a un trozo de cartón con los símbolos B—ASS grabados, resplandece entre la noche como una estrella fugaz, una sucia botella de cristal. Con la mano sujetándose la herida, la joven coge la botella y la sacude, apenas queda un poco de líquido transparente y sucio, quita el corcho y se la acerca a la nariz: “Tequila” El fuerte olor le arranca lágrimas secas de los ojos. Respira aliviada, esa miseria de tequila le calmará el dolor y la ayudará a pensar mejor. Sus labios secos y su garganta irritada por el calor piden a gritos sentir fluir el líquido a través de su cuello. Se relame sedienta y mira a ambos lados de la calle: los goliardos siguen peleándose, pero hay jaleo en la puerta del burdel:
El Matón del Látigo de las Seis Cuerdas la está buscando, distingue su larga cabellera parda a la luz de los candiles de la posada y esa sonrisa… esa preciosa a la vez que horripilante sonrisa que le provoca escalofríos.
Sacude la cabeza e hincha los pulmones, oculta el trago de tequila entre sus ropajes y se escabulle entre las sombras hasta perderse entre los pecados y la lujuria de Suspiria.
Escurriéndose entre los callejones lóbregos adheridos a la Procesión de los Borrachos, la Saqueadora parece haber encontrado, por fin, un lugar tranquilo donde descansar, beberse su tequila y recuperar las fuerzas hasta que amine el dolor. Exhausta y con los pulmones en el esófago, se sienta en la oscuridad, al pie de una casucha de piedra blanca, sujetándose la cadera. De su frente chorrean cascadas de sudor agrio y su piel ha empezado a adquirir un tono amarillento y febril. Le da miedo levantarse la túnica y ver lo que hay debajo del intenso dolor, que, a medida que pasa el tiempo, se va extendiendo por todo su cuerpo: quizá solo sea una herida superficial o quizá es una infección que pueda matarla en cuestión de horas. Por el momento, prefiere no averiguarlo.
El polvo de Suspiria le impide respirar con normalidad, se ahoga en cada jadeo y constantes ataques de tos perforan su pecho y arañan su garganta. No desea otra cosa en el mundo que dejar que esa pequeña cantidad de tequila corra por su boca y empape su ser, atontando su cerebro y relajando el dolor que la tortura. Se relame la lengua con el simple hecho de pensarlo. Está sedienta y hambrienta, pero ya ha asumido que no va a probar bocado esta luna, sin embargo, ese chupito de tequila, le sentará tan bien…
Descorcha la botella de cristal y el embriagador aroma del licor le acaricia la nariz. Cierra los ojos un momento, pero un portazo que proviene de la casa situada enfrente de ella la distrae de su misión:
Un hombre ha empujado a otro y ha caído rodando escaleras abajo hasta darse un buen porrazo. Tras el personaje, la Saqueadora distingue a una figura femenina envuelta únicamente en una sábana:
— ¡Y que no vuelva a verte por aquí, hijo de la gran puta!—grita el sujeto antes de dar un portazo y llevarse a la mujer a rastras al interior del habitáculo.
El que ha caído rodando se ha quedado completamente inmóvil, tumbado en el suelo boca abajo. La Saqueadora tapa de nuevo su botella de tequila y se acerca con cautela. Quizá el golpe le ha hecho perder la conciencia. La mirada de la jovencita se ilumina: ¡Su salvación! Seguro que encuentra algo de valor en él con el que pagar su tributo.
Se arrodilla junto a él, es un tipo grande y tiene los brazos cubiertos de tinta, ¿por qué le resultan tan familiares esos tatuajes? Parecen dibujos, parecidos a los que hay en las iglesias de la Avenida de los Salmos. La muchacha le da la vuelta al pesado hombre y enseguida reconoce la franja roja que tiñe su mirada. El sujeto gruñe luchado por incorporarse, se ha dado un buen golpe y tiene un ojo hinchado. La muchacha se arrastra por el polvo, nerviosa, mientras observa como el hombre se sienta en el suelo para intentar recordar lo qué le ha sucedido. Al percatarse de su presencia, clava en ella su mirada ambarina:
    ¡Vaya! Hola pequeña…—le susurra con cariño.
La chica, asustada, se arrastra para alejarse de él:
— ¡No! ¡No! No te vayas, tranquila, no voy a hacerte nada… Solo quiero, solo necesito un poco de ayuda. —alza los brazos en actitud de rendición.
“¿Ayuda? ¿En Suspiria?”
—Verás, no soy de por aquí. Estaba buscando una taberna donde trabaja una mujer pelirroja, se llama Mery, somos viejos amigos, ¿sabes? Acaba de enviudar y quería darle mi pésame —intenta excusarse sin demasiado éxito, sonríe con una sonrisa amarillenta y desgastada—en fin… me he confundido de edificio y de mujer, y a su señor marido no le ha hecho demasiada gracia que le diera mis condolencias.
Por mucho que se explique, la Saqueadora no está atendiendo a sus excusas, ese singular personaje la tiene totalmente absorbida: la asusta pero al mismo tiempo la intriga.
—Tú…tú eres el que predicaba en la plaza…—tartamudea ella—Aquel al que llaman el Príncipe de la Dulce Pena.
—Él mismo—responde él sacudiéndose el polvo de las espaldas— ¿Y tú eres…?
Ella se encoge de hombres: No tiene un nombre común, nunca lo ha tenido, es una saqueadora de Suspiria, una errante del Gólgota y, en ocasiones, una muchacha que reparte besos en la Posada de los Muertos. Las personas en Suspiria son tan insignificantes que por no tener, no tienen ni nombre.
—Entiendo—asiente con la cabeza, asimilando la no-identidad de la muchacha—Es una noche muy fría, ¿no crees?—prosigue el predicador en tono jovial aunque angosto— ¿Te importa que te haga compañía un rato? La paliza que me han dado me ha dejado sin fuerzas, tendré que buscar a Mery más tarde.
Se arrastra patéticamente hasta el muro donde ha retrocedido la Saqueadora y se sienta a su lado, rodeado de cartones que han servido de cama a más de un borracho: Respira pesadamente, jadea cansado y suda a borbotones. Su frente está perlada de sudor y esos ojos ambarinos, demoníacos, erizan la piel y conmueven el espíritu.
Un escalofrío le recorre la espalda a la joven, que se sienta al lado del gran hombretón y observa sus facciones: agrestes, con una pelilla oscura sobre el mentón y el cabello castaño claro rozándole las mejillas bajo una gorra incrustada de gemas negras. Sus brazos están desnudos y sus manos cubiertas por anillos de plata. Respira pesadamente, se le ve realmente cansado:
    ¿Hace una noche preciosa, no crees?—sonríe nostálgico elevando la vista.
El cielo está cubierto de nubes enfermas iluminadas por relámpagos verdes, y en su zenit, la característica luna roja de Suspiria. La suave brisa que revuelve sus cabellos es árida y polvorienta. El predicador observa maravillado la escena. La muchacha no puede apartar la vista del curioso personaje, se agarra la cadera con fuerza, el dolor ha empezado a esparcirse peligrosamente por las costillas y el muslo. Una gota de sudor le recorre la sien:
—Las noches puedes ser muy largas en Suspiria…—repite automáticamente la Saqueadora el dicho que recorre las tabernas y los lupanares.
—Lástima que no se vean las estrellas.
—Hace años que nadie ve brillar una estrella. —responde ella confundida, es como si este ser fuese de otro planeta…
Las nubes tóxicas cubrieron la noche de Suspiria hace ya varias décadas, desde entonces que nadie ha visto relucir una estrella. La Saqueadora intenta recordar vagamente si en su infancia logró alguna vez ver alguna parpadear en el cielo.
Traga una bola de saliva amarga que se le acumula en la boca, observa su botella de tequila y vuelve a dirigir su mirada hacia el Príncipe:
—Lo que has explicado hoy en la plaza, sobre el Apocalipsis—un escalofrío le recorre la espalda. Dos nubes rosas se dibujan en sus mejillas y se aparta un mechón de pelo de la cara. Su voz tiembla— ¿De verdad crees que es cierto? ¿Se está acabando el mundo? ¿Dios y el Diablo se han cansado de jugar con nosotros y ahora van a matarnos a todos?
El predicador le acaricia la nariz como si se tratase de una inocente niñita, le habla con dulzura, con cariño:
—Me temo que sí, pequeña, pero no han sido Dios o el Diablo los que han acabado con él, ni tampoco la estúpida lucha que mantienen Santrael y Leartnas, no, eso son solo excusas—por su tono de voz, la joven advierte que le cuesta respirar. Se vuelve hacia ella con sus ojos ambarinos infernales—Somos nosotros los que nos hemos cargado el mundo.
El corazón se le detiene por un instante, no ha dicho nada que no supiese ya, pero le ha dolido oírlo tan sinceramente de los labios del Príncipe de la Dulce Pena.
—Hace años, antes de que tú nacieras y de que estallase la guerra, el planeta ya se estaba muriendo: rodeando Ciudad Esmeralda hay islas de plástico del tamaño de países. Donde ahora solo hay un océano muerto, antes había enormes glaciales de hielo. Y aquí, donde ahora se alza Suspiria, crecían bosques verdes con los árboles más grandes, los animales más exóticos y el río más caudaloso del planeta—le cuesta imaginar a Suspiria sin el polvo y la arena roja—. La guerra solo sirve para mantenernos ocupados: mientras estamos distraídos peleándonos entre nosotros, el planeta se muere. Entretanto nos echamos la culpa entre unos y otros, seguirá habiendo niñas como tú que son violadas, enfermedades que azotan a las ancianos y hombres y mujeres que mueren de hambre y de sed. Los cardenales bañados en oro nos culpan a ti y a mí, que solo luchamos para sobrevivir un día más, de todos los males del mundo por no seguir su ridícula moral. Ellos mismos te condenan por acostarte con alguien de tú mismo sexo a la vez que violan a niños y a niñas sin parar.
Una lágrima agria le recorre la mejilla y se disuelve en la arena. La muchacha tiembla de miedo, aunque no parece tan asustada como el predicador: su mirada se ha perdido en el horizonte y su mente vaga lejos, muy lejos, por fin ha comprendido que todos sus esfuerzos son inútiles y que por mucho que predique y hable en una plaza u otra, la humanidad ya está perdida:
—Entonces…—trastrabilla la joven apoyando su pequeña mano curtida sobre la de él, ornamentada en plata— ¿Por qué seguir luchando? ¿Por qué seguir viviendo si todo esto va a acabarse?—suplica con suavidad— ¿Por qué razón tengo que ir día tras día saqueando cadáveres del Gólgota si no voy a vivir lo suficiente para ver el final de la guerra? ¿Qué motivos me quedan a mí para sonreír?—otra punzada de dolor, tuerce el gesto, cada vez tiene más ganas de beberse ese chupito de tequila.
Como un autómata, ‘Su Alteza’ se gira hacia ella y esboza una sonrisa de Chesaire:
    ¿Y si sonríes primero y luego buscas un motivo?
La Saqueadora pestañea confusa y sin saber por qué extraña lógica, le muestra al Príncipe de la Dulce Pena la mejor de sus sonrisas.
— ¡Pero qué hermosura de sonrisa!—ahora sí que ríe con motivo mientras él le acaricia paternalmente la barbilla—Eres una muchacha muy bonita, ¡Y qué ojos tienes! Me recuerdas a alguien—entorna los ojos para examinarla mejor— ¿Has dicho que no tienes nombre, verdad?—ella niega con la cabeza— ¿Qué te parece si te llamo Rebeca?
—No es la primera vez que escucho ese nombre hoy. No sé quién es Rebeca, pero los Soldados Veteranos dicen que es mejor no hablar de ella.
El Predicador mira a ambos lados de la calle, están solos y se acerca confidente a la chiquilla:
—Rebeca era una hermosa virgen palestina, que torturaron y asesinaron injustamente.
—Entonces yo no puedo llamarme Rebeca, porque ni soy hermosa, ni soy virgen, ni soy palestina.
Recuerda apenada como han rechazado sus besos en la posada, aplastando su última oportunidad de pagar el tributo diario.
—Te pareces más a Rebeca de lo que crees. —le acaricia el cabello con ternura infinita y mirada melancólica.
“¿Era una estrella fugaz aquello que ha resplandecido brevemente en su mirada?”
Instintivamente vuelve a acariciarse la cadera herida y observa la botella de tequila. El aspecto del Príncipe es deplorable: su alma acaba de partirse en mil pedazos al descubrir la verdad absoluta que tanto tiempo ha intentado esconder. Se busca y no logra hallarse, se pierde dentro de si. La Saqueadora deduce que se trata de un hermoso ser de luz, y no hay muchos entes tan brillantes como él, y mucho menos tras los muros de Suspiria.
Acaricia afligida la sucia botella de cristal y la aferra con fuerza:
—Toma—se la tiende a ‘Su Alteza’—. Es tequila, te sentará bien. No curará tus males ni tampoco impedirá el fin del mundo, pero aliviará tu espíritu durante un rato.
El Príncipe la mira desconcertado mientras ella se pone en pie a duras penas, sujetándose el costado:
—No puedo aceptarlo, —balbucea anonadado y con los ojos muy abiertos—parece que es lo único que tienes.
La muchacha observa la luna ensangrentada en el punto más alto del cielo, se ha agotado su tiempo y el castigo es inminente, sino la mata antes el insoportable dolor que se ha dispensado por todo su cuerpo:
—Ya es demasiado tarde para mí—se obliga a sonreír—. Ahora solo me importa encontrar a mi hermana, ¿las has visto? Lleva un colgante como este…
El Príncipe de la Dulce Pena le devuelve la sonrisa: es la sonrisa más triste, melancólica y funesta que ha visto nunca. Alza la botella.
—Te lo agradezco.
Parece ser que por fin después de treinta y tres largos años alguien en Suspiria ha sentido compasión.
Se dispone a marcharse cuando el Predicador reclama de nuevo su atención:
    ¿Y a mí no me vas a dar un beso?
Ella vuelve a sonreír frunciendo sus labios finos y desgarrados. Se agache frente a él y deposita un tierno beso en su frente.
—Ah, y una cosa más—advierte la Saqueadora antes de perderse entre la oscuridad de Suspiria— yo de ti me buscaría a otra viuda que consolar, se comenta por ahí que Mery tiene ladillas.
Le guiña un ojo.
Y tal y como había llegado, la muchacha se pierde entre las lúgubres calles de Suspiria, arrastrando los pies por la arena roja y camuflándose en los muros de piedra blanca mientras la luna rojiza ilumina su camino, lamentablemente no llega muy lejos.
Todavía no ha alcanzado la Procesión de los Borrachos cuando una fuerte mano tira de su hombro, la agarra con brío de las muñecas y la reduce contra una pared. La oscuridad solo le permite distinguir dos rasgos de su captor: una bonita sonrisa y un zanjir de seis cuerdas colgado de su cinturón. Se ha encontrado de frente con el Matón de la Bonita Sonrisa, al que debe rendir cuentas por su tributo, tributo que no ha entregado a tiempo. El corazón se le detiene y se le resquebraja en mil pedazos.
—Llevo buscándote toda la noche, gatita—masculla el Matón apretando los dientes—. ¿Tú sabes la de tiempo que me has hecho perder recorriendo la ciudad?—la sujeta del cuello y se golpea la cabeza contra la pared, un gemido se escapa de su boca— Sabes perfectamente que no me gusta perder el tiempo. Tenemos una cuenta pendientes, no has entregado tu tributo diario, ¿y sabes cuál es el precio por desobedecer, verdad?
— ¡Por favor!—suplica ella—Juro que he recaudado el tributo en el Gólgota, pero me lo han arrebatado unos Guerreros de Rivia.
— ¿Guerreros de Rivia? ¿Tan cerca de Suspiria?—se carcajea—Tendrás que inventarte escusas mejores. ¡Venga! Tienes trabajo por hacer.
Tira con fuerza, ella se resiste arrastrando los pies, pero el Matón es fuerte y musculoso, y ella es solo una chica delgada y enclenque y puede con ella con relativa facilidad.
—Haré lo que quieras, de verdad, te lo prometo—suplica ella—Pero antes déjame encontrar a mi hermana—la Saqueadora realiza todo el esfuerzo que su maltratado cuerpo le permite para que el Matón deje de agarrarla—. Lleva un colgante como…
    ¡A mí no me cuentes tu vida!—le grita él con toda su rabia acumulada.


PARTE III: EL SÉPTIMO SELLO

El Matón de la Bonita Sonrisa arrastra a la chiquilla con fuerza bruta hasta la Avenida de los Salmos, tan oscura y solitaria como la Procesión de los Borrachos, solo que en lugar de música y cerveza, de putas y de goliardos, la calle entera está repleta de pequeños templos y capillas, donde rezan los devotos de la Nueva Babilonia. La muchacha arrastra los pies luchando contra los tirones de su captor. El esfuerzo le resulta sobre humano: el dolor de la cadera ya le ha consumido medio cuerpo y unas raíces negras e infecciosas ascienden de su cuello hasta acariciarle la barbilla y parte de la mejilla. Como siga así no tardará en perder el conocimiento, sus sentidos están empezando a fallarle, se marea y la boca le sabe a bilis, si tuviese algo en el estómago lo vomitaría.
El hombretón se detiene en una pequeña y humilde iglesia: de paredes, antigumanete blancas, ahora grises y sucias y con clapas de cemento soportando los viejos muros. Custodiando la puerta, dos antorchas prendidas y sobre el portón de madera y hierro, unas palabras escritas en latín, palabras que, si la muchacha supiese leer interpretaría como: Parroquia de San Nicolás, patrón de los niños y protector de la infancia.
— ¡No! No por favor, no me obligues a entrar allí… Haré lo que quieras. —le suplica la Saqueadora al Matón con los ojos llenos de lágrimas.
Él, con violencia, la empuja contra el muro de la iglesia y la moviliza con su fornido brazo: acerca su boca a ella, su aliento apesta y la muchacha gira la cara y cierra los ojos mientras contrae los músculos asqueada:
—Escúchame gatita escurridiza—aprieta la mandíbula—, tienes una obligación, y esa es saquear para que el jefe pueda comprar los favores del Edén, sino saqueas, sino traes órganos ni nada que usar como moneda de cambio, te toca afrontar las consecuencias—con brusquedad le acaricia el rostro con dedos que cortan como lijas, poniendo especial cuidado a la cicatriz en forma de C que rodea su ojo. Su voz es suave y, en cierta medida, sensual—Afortunadamente, hay más de una forma de comprar los favores del Edén—le sujeta la barbilla y le alza el mentón para que sus ojos bicolores se enfrenten a su mirada parda y a esa preciosa sonrisa. La Saqueadora ahoga un gemido de terror y le tiemblan las piernas. El Matón la presiona con más fuerza contra el muro. Su mandíbula cruje—Y todavía queda en Suspiria alguna sotana dispuesta a hacer la vista gorda por un cacho de carne caliente—la mira de arriba abajo mientras sonríe—aunque sea un trozo de carne podrido y huesudo como tú.—le escupe en la cara, acercando aventurado sus labios a su boca.
La joven alarga un brazo hacia él y le acaricia los hombros y el pelo, desciende con cuidado por la mejilla cubierta de espesa barba:
—Olvídate del Edén, —le suplica ella con voz de terciopelo—no cambiará nada por mucho que compres sus favores. Seguiremos durmiendo entre cartones en la calle, piénsalo, sabes que tengo razón.
La mano de ella resbala por su pecho desabrochando con habilidad los nudos de la armadura de cuero y sigue bajando hasta llegar a la cintura y rozar sedosa la cara interior de sus muslos. Él sonríe con esa sonrisa suya tan bonita, la muchacha acerca su boca a su cuello:
—Mañana te traeré el doble del tributo acordado—le susurra mientras intenta meter la mano dentro de los pantalones del Matón, él cierra los ojos y suspira hondo— te traeré el triple y pasaré la noche contigo…—sus labios moran por su oreja, arrullando sus largos mechones de pelo y mordisqueándole el lóbulo. Presiona levemente la entrepierna del hombre y él se estremece— Las noches en Suspiria son tan largas…
El Matón se muerde el labio inferior mientras se deja llevar por las suaves caricias de la Saqueadora, pero inesperadamente le da un fuerte empujón y le desgarra la túnica por el pecho. La agarra violentamente y la sacude por los hombros. La muchacha lloriquea:
—Te esperaré aquí, y cuando termines serás toda mía—masculla entre dientes acercando de nuevo su boca a la de ella—y créeme gatita, lo que te van a hacer allí dentro te parecerán caricias comparado con lo que pienso hacerte yo.
Y la empuja con rudeza hacia el interior del templo.
La Parroquia de San Nicolás es un lugar pequeño, oscuro y lúgubre. Se oyen graznidos de cuervos y aleteos nerviosos revotar entre las vigas del techo. El suelo de piedra resbala y resuena en eco con las pisadas de la aterrorizada muchacha, que avanza cautelosa y encogida como una anciana por el pasillo de la nave central, entre bancos de madera podridos y rotos que emiten siniestros crujidos. Con sus enclenques brazos cruzados sobre el pecho oculta sus ropas desgarradas. Mil y un ojos están puestos sobre ella: una talla de madera vieja y desgastada de San Nicolás, con los ojos fuera de las órbitas le taladra el alma. La voz del santo resuena en su cabeza: la llama pecadora, impura, infiel, traidora… Al otro lado de la iglesia hay una Virgen, esculpida en delicada porcelana blanca y vestida con sedas azules devoradas por los gusanos. De mirada sombría y mejillas surcadas en lágrimas de sangre. La mira, la mira, la mira… acusándola de la guerra, culpándola de todos los males del mundo, culpándola por la decadencia del ser humano. Si la chica no hubiese estado tan asustada se habría fijado que en el regazo de la virgen no hay un infante bendiciéndola, sino dos, dos niños idénticos.
Ante todo, la figura que más horroriza a la Saqueadora es la del colosal Cristo en la Cruz, colocado tras el altar: con las muñecas y los tobillos ensangrentados y una lanza clavada en el costado. La boca abierta, jadeante y los ojos enloquecidos por el dolor. Puede leerse el sufrimiento en su expresión, en esos ojos penetrantes y expresivos que la hacen temblar hasta caer al suelo de rodillas. No reza, no ruega, no alaba. Solo llora.
Un escalofrío de dolor le recorre la espina dorsal. Un rayo de luna rojo perfora una gotera e impacta directamente en el altar de piedra, cubierto por una sábana blanca. La luz tiñe el presbiterio de sangre, creando una atmosfera todavía más espeluznante. Más temblores, más miedo y unas gotas de orina empapan su ropa. Quiere gritar, pero su garganta está tan seca como el Gólgota de Suspiria. Unas gotas de sudor avinagrado recorren su sien.
Sobre el altar relucen los utensilios de la eucaristía: las velas están apagadas pero el copón, el cáliz y la patena resplandecen dorados ante la luna, mientras la ciudad se muere de hambre y de sed. La fe no puede darles de comer.
—No seas tímida, mi niña…—susurra una voz grave que retumba en eco entre las paredes—venga, acércate, no tengas miedo.
Tras el altar se alza una figura imponente: la penumbra no permite distinguir su rostro, lo que le concede un aspecto menos humano y más bestial, demoníaco. La única peculiaridad que la Saqueadora distingue en la oscuridad es el impecable cuello blanco de la sotana.
—Deja que te vea muchachita, ¿cuántos años tienes?—su tono es delicado y paternal, como si le estuviese hablando a un niño pequeño.
Con paso inseguro, la Saqueadora asciende el escalón que eleva el altar del resto de la nave y se deja empapar por la luz ensangrentada, que dibuja sus rasgos infantiles y las curvas de su cuerpo.
—Cada vez me las manda más mayores…—masculla mosqueado el sacerdote—pero no te preocupes, criatura, Dios ama a todos y a todas por igual. Venga, ven, ven conmigo.
Le tiende una mano. La joven siente ganas de vomitar, apenas puede controlar los espasmos de su cuerpo. Sus mejillas son dos cascadas de lluvia ácida. Entre temblores y lloriqueos, la Saqueadora agarra la mano del cura y él la conduce tras el altar. El Cristo en la Cruz la penetra con la mirada, perforándole el corazón y haciendo añicos su espíritu, sus esperanzas, sus sueños…
“¿Por qué? ¿Por qué tengo que sufrir por ti?”
Le pregunta desesperada la muchacha, pero no obtiene respuesta alguna. Solo silencio sepulcral.
Con delicadeza, el sacerdote la sienta sobre el altar y la bendice con la Señal de la Cruz. La Saqueadora se muerde con fuerza el labio inferior hasta que la boca se llena de sangre y sus dientes se tiñen de rojo. Continúa llorando y dos churretones de polvo húmedo surcan sus pómulos rosados y manchados por el sol. Un gimoteo se escurre entre sus labios y se sorbe los mocos sonoramente:
— ¿Qué te pasa, mi niña?—le pregunta acariciándole el cabello y la mejilla y dirigiendo la vista hacia su túnica desgarrada— ¿Tienes miedo? —sonríe— Soy un siervo del Señor, a mí no tienes que temerme, estoy aquí para salvarte. —su tono paternal pone los pelos de punta. Ella traga una gran bola de saliva sanguinolenta que se le acumula en la boca.
Con un dedo suave acaricia los bordes de la túnica rota y roza la piel cálida de la silueta de sus pechos. La joven alza su mirada bicolor hacia el clérigo: no muestra temor y ya apenas siente dolor, sino que lo mira desafiante y con el fuego ardiendo en sus entrañas.
— ¡Pero mira qué ojos! Deberías dar las gracias, Dios te ha bendecido con una mirada singular: luminosa y oscura al mismo tiempo. Perturbadora a la vez que maravillosa. —el sacerdote comienza a desabrocharse la sotana.
La joven intenta huir, pero la sábana del altar resbala bajo sus intentos desesperados de incorporarse. Con una mano cubierta de anillos de oro, la empuja contra el altar y le separa las rodillas.
— ¿Has pecado, hija mía?—no contesta, solo aprieta los puños y la mandíbula para contener la ira.
— ¿Te sabes alguna oración?—pregunta más pendiente de desabrochar su sotana que del terror de la chiquilla.
Ella asiente con la cabeza:
—El Padre Nuestro. —es la oración que algunos monjes enseñan a los niños y niñas de las favelas.
—Pues repítelo una y otra vez como penitencia y redención por tus pecados. Así acabará más rápido.
El sacerdote la empuja de nuevo con violencia sobre el frío altar. La chica se revuelve nerviosa, patea y agita los brazos con intención de sacarse de encima a aquella bestia vestida de negro. Le separa las piernas e intenta quitarle la ropa pero ella se rebela y le pega una patada.
— ¡Suéltame! No quiero que me toques, hijo de puta. No quiero que me hagas sufrir más. —grita ella encolerizada golpeando al aire.
El sacerdote de espalda estrecha y cuerpo larguirucho le agarra las muñecas:
—Habértelo pensado antes de blasfemar contra esta Santa Sede, ¡pecadora! Ahora estate quieta o hago entrar a tu amigo del látigo, ¿queda claro?
El dolor regresa a su cadera y a se extiende por todo el cuerpo. Jadea cansada, apenas ha bebido o comido en todo el día, cada vez le resulta más complicado mantener la conciencia. No le quedan fuerzas para seguir luchando, está muy cansada… A lo mejor el sacerdote tiene razón, y la única opción que le queda es rezar. A punto de vomitar los pulmones, la muchacha detiene el forcejeo.
—Así me gusta, buena chica…—responde su violador mientras se desabrocha la sotana.
La joven vuelve el rostro, no quiere ver la mirada diabólica del clérigo mientras sacude su cuerpo como a un cacho de carne sin valor, sin vida y sin sueños, pero tampoco quiere ver como los ojos del siniestro Cristo se clavan en ella como clavos en una cruz. Un destello brilla sobre su ojo negro cuando el sacerdote intenta acoplarse sobre ella: es el Cáliz de la misa, dorado y con gemas preciosas incrustadas, una burda imitación del que hace tantos siglos contuvo la sangre de Cristo. Armándose de valor y mientras escucha a aquella bestia gemir sobre ella y echarle el aliento en su cuello, agarra la copa de oro y con toda la fuerza que le queda golpea en la cabeza al sacerdote, con tanta rabia acumulada que no deja de golpearle hasta hacerle sangrar, gotas rojas tiñen su rostro y su ropa mientras continúa atizándolo con el fuego del infierno instalado en su mirada. Los ojos se le están a punto de salir de las órbitas, se le inyectan en rubí y su rostro se descompone adaptando las facciones de una bestia más que de una pobre muchacha. El sacerdote se aparta cubriéndose la cabeza, ella se incorpora y le propina una fuerte patada en la entrepierna. Él cae al suelo desconcertado, la Saqueadora salta del altar, la adrenalina del momento le ha hecho olvidar el dolor, se sube los pantalones como puede y sale corriendo del templo.
    ¡Te vas a enterar, puta de Satán!—le grita el sacerdote incorporándose con el cráneo empapado en sangre.
La brisa de la noche de Suspiria le azota la cara cuando sale de la iglesia, el Matón la espera apoyado contra el muro del templo, con su látigo colgando de la cintura. Se escandaliza al verla cubierta de sangre y con el rostro corrompido.
    ¿Qué ha pasado ahí dentro?—pregunta histérico.
La pregunta se responde por si sola cuando el sacerdote cruza las puertas de San Nicolás, con la sotana a medio abrochar y la cabeza ensangrentada. La oscuridad se empeña en no descubrir sus rasgos. La Saqueadora retrocede nerviosa, pero tropieza y cae al suelo, arrastrándose penosamente sin apartar la vista del violador. En la mano de él brilla el cáliz de oro, va a hacerle pasar por lo que ella le ha hecho…Ella tiembla y sigue retrocediendo mientras la bestia se cierne sobre él, amenazante:
—Vas a ver lo que le voy a hacer a tu cadáver después de haberte abierto la cabeza…—le amenaza entre dientes—no habrá mucha diferencia, seguirá siendo un trozo de carne podrida, solo que esta vez podré ahorrarme la parte de los gritos y los forcejeos.
Alza la copa contra la luna ensangrentada. El corazón se le va a salir del pecho. La Saqueadora se cubre el rostro con las manos y se prepara para chillar, pero el golpe no llega nunca, solo un chasquido de plata que corta el aire limpiamente. La joven abre los ojos para encontrarse con el rostro descompuesto del sacerdote, un chorro de sangre corre desde su boca y una hoja de acero atraviesa su estómago.
El clérigo cae de rodillas y se desmorona sobre ella, lo aparta a patadas entre tembleques y gemidos de terror. Alza la vista y se encuentra con un hombre alto y robusto, vestido de negro y encapuchado. La franja oscura de su mirada y los ojos color café le resultan familiares. Es el hombre misterioso de la taberna, el que la había rechazado.
Sin decir palabra, guarda la cuchilla en el interior de su manga y arrastra el cadáver del clérigo hasta el interior de la iglesia. El Matón observa la escena sin dar crédito a lo que ve, con los ojos fuera de las cuencas y la boca abierta hasta los tobillos, el zanjir de seis cuerdas se le ha caído el suelo.
El hombre misterioso arroja al cura al interior de su templo, agarra una de las antorchas de la entrada y la arroja dentro. Satisfecho, observa su obra de arte: en breve, la Avenida de los Salmos empezará a oler a quemado.
— ¡Esta! Esta es la única iglesia que ilumina. —proclama con los brazos extendidos.
Un trueno resuena en el horizonte y la luna de sangre se cubre de nubes verdes.
El desconocido se arrodilla ante la muchacha, salpicada con la sangre del sacerdote. La chica está muerta de miedo, descompuesta, con el rostro empapado en mocos y lágrimas saladas. Su cuerpo convulsiona nervioso mientras un hilillo de salvia resbala por la comisura de sus labios. Se miran un instante, lloriquea y se arroja a su cuello, abrazándolo agradecida con las escasas fuerzas que le quedan. Él le devuelve el abrazo, con ternura, hundiendo su rostro en su pelo polvoriento que le hace arrugar la nariz: es un saco de huesos, en su vida había visto a alguien tan destrozado, casi parece un cadáver andante, pero a la vez, tiene tantas ganas de seguir viviendo.
—Cálmate, estoy aquí, por favor, deja de llorar. —su voz es grave y profunda y la agarra por los hombros con delicadeza.
La chica observa sus rasgos duros y la mandíbula cuadrada y un lunar cerca de la nariz. Difícilmente logra distinguir dos ojos oscuros como el café tras el antifaz pintado de negro sobre su piel y mechones de pelo azabaches salpicándole los hombros cubiertos con un peto de cuero.
— ¿Quién eres tú?—le pregunta asustada y muerta de dolor aunque ese rostro le resulta extrañamente familiar y no solo por su anterior encuentro en la posada.
—Tu libertad. —responde sobrio el hombre misterioso.
— ¿Quién te has creído que eres, hijo de puta?—grita el Matón al ver como el hombre ha acabado con el clérigo de una forma tan brutal— ¡La chica es mía! Con ella se pagan favores, ¿quién coño eres tú para quitármela de esa manera?
— ¡Ese hombre iba a matarla!—argumenta el recién llegado sin demasiado interés— ¿Qué querías que hiciera?
— ¿Tú no eres de por aquí, verdad?—deduce el Matón—Las cosas en Suspiria funcionan así: Tú no te metes en los negocios de otros y los otros no se meten en tus asuntos. La carne caliente es la moneda más valiosa de la ciudad, y esta chica iba a pagar una deuda pendiente con el Edén hasta que has llegado tú y lo has mandado todo a la mierda. ¡Vas a responder por joderme el negocio!
El otro parece ignorar completamente las amenazas del Matón, está demasiado centrado en la joven: está débil y cansada, su piel amarillenta indica que no está sana y ese sudor frío y amargo de su frente no tiene muy buena pinta.
— ¿Me estás escuchando pedazo de gilipollas?—protesta— Me has hecho perder un cliente y ahora voy a tener problemas con los de arriba, vas a pagar por esto ¡Quítate esa ridícula capucha y enfréntate a mí si tienes huevos!
El Matón da grandes zancadas hacia el desconocido, este se incorpora sin apenas mirarle y le agarra con violencia del cuello con una enorme mano enguantada y lo inmoviliza levantándolo un palmo del suelo. El Matón tose, luchando por recuperar el aliento, en cuanto el otro alza la mirada para cruzarse con la suya, el Matón empalidece como un fantasma, cae de rodillas al suelo y se aleja entre temblores escupiendo gargajos sanguinolentos.
—Tú eres el que buscan…—dice sin apenas creerlo—El Brujo de Ciudad Esmeralda.
Una media sonrisa se esboza en el rostro inexpresivo del forastero. El Matón retrocede torpemente, resbala y cae de culo, pero está tan asustado que no puede dejar de mirar al otro hombre. Balbucea palabras sin sentido, está tan en shock que ni se plantea avisar a la guardia. Se pone en pie y vuelve a caer y recula hasta que su espalda topa contra un muro de piedra, donde se queda inmóvil como una estatua, temblando de miedo.
    ¡Por favor!—suplica la chica tirando del largo abrigo del extranjero.
El gran hombre vuelve a prestarle toda su atención y se arrodilla a su lado, cariñoso, le acaricia la mejilla con dos dedos. No logra verle la cara, no le hace falta, la muchacha sabe que se trata de otro hermoso ser de luz.
—Mi hermana—lloriquea una vez ha captado toda la atención del Brujo—. Estoy buscando a mi hermana, lleva, lleva…—la chica coge aire, cada vez le cuesta más respirar. El sudor frío vuelve a empaparla y no es capaz de controlar los temblores de su cuerpo. El hombre se percata de que la chica se aferra a su abdomen con todas sus fuerzas. Le enseña el collar que el desconocido toma entre sus manos—Mi hermana, —repite delirante—la estoy buscando, lleva un collar como este… Por favor, tienes que encontrarla.
—Eso haré, tranquila. Ahora tienes que ponerte bien, ¿de acuerdo? ¿Te duele aquí, verdad?—señala la cadera izquierda mientras la Saqueadora, con el rostro perlado de sudor, asiente con la cabeza—. Déjame ver…
—Mi hermana…—insiste ella.
El Brujo asiente con la cabeza:
    ¿Conoces a la chica?—pregunta al Matón alzando la voz.
El aludido se acerca cauteloso.
—Desde hace años.
—Entonces debes de conocer a su hermana… ¿Podrías buscarla por mí?
— ¿Hermana? ¿Qué hermana?—el Matón se encoje de hombros— Conozco a esta chica desde que era pequeña y corría desnuda entre los cartones de las favelas. Siempre ha estado sola, nunca ha tenido ninguna hermana, de hecho, es la primera vez desde que la conozco que menciona a una hermana…
Al Brujo no le convence su respuesta, pero no puede seguir interrogando al Matón de la Bonita Sonrisa, un ataque de tos de los labios resecos de la Saqueadora provocan que se centre de nuevo en ella:
Tumba a la muchacha en el suelo y con su cuchillo le desgarra la túnica por el lado izquierdo. Una mancha negra de carne podrida es el origen de las punzadas de dolor, como raíces de un árbol, la infección esta creciendo por todo su cuerpo: las primeras ramificaciones atraviesan las costillas y le llegan hasta la mejilla, mientras que otras han envuelto su muslo en un abrazo mortal. El olor que desprende la herida es nauseabundo y el Matón se ve obligado a cubrirse el rostro con la manga:
— ¿Qué coño es eso?—pregunta al ver la infección que está destrozando los órganos de la Saqueadora.
—Está enferma—el Brujo traga saliva—. Se está muriendo…
— ¿Muriendo?
La joven pone los ojos en blanco. Su pecho se hincha y se deshincha a gran velocidad, está realizando un terrible esfuerzo por seguir respirando, pero está agotada y pierde la consciencia entre los brazos del Forastero de Ciudad Esmeralda.
—La plaga se está extendiendo muy deprisa, seguro que ya le ha carcomido algunos órganos internos. Es cuestión de tiempo.
—No, no, ella no puede morir…—niega de repente el Matón con el rostro pálido de miedo. El Brujo lo interroga con la mirada—Tiene deudas que saldar, cadáveres que saquear. Ella, ella…. —el diablo acaba de arrancarle el alma, dejándolo desnudo y vulnerable. Su voz vibra y no termina las frases, está a punto de desmoronarse mientras las lágrimas comienzan a correrle por las mejillas—. Ella es lo único que tengo.
Por primera vez, en los largos treinta y tres años desde que se fundó la ciudad de Suspiria, un hombre siente miedo, no el terror que impone el Marqués del Edén, sino miedo, miedo a perder a un ser querido. Miedo de verdad. El Matón ha recordado como amar.
El Brujo lo mira impasible:
“¿Es una sonrisa eso que ha dibujado sus labios?
—Me temo que solo queda una opción.
El Matón de la Bonita Sonrisa traga saliva al observar como el Brujo extrae de su manga una cuchilla afilada y se la ofrece con el rostro ensombrecido. Retrocede entre temblores:
—No, no me puedes pedir que haga eso.
—Está sufriendo —le escupe con cierto desprecio— ¿Vas a dejarla sentir dolor hasta que expire?
—Es lo único que tengo. —repite todavía atónito por su descubrimiento.
—Por ese motivo, —vuelve a tenderle el cuchillo—Será rápido y le ahorrarás horas de tormento.
Niega con la cabeza y su rostro se descompone. Ha perdido el dominio de su cuerpo que se tambalea y se sacude sin control:
—Eres… Eres… Eres malo. —concluye un atormentado Matón que lucha por comprender la cantidad de sentimientos y emociones que han despertado sin previo aviso en su interior.
—No, soy humano. —corrige tranquilo.
—No, no voy a matarla. —niega con la cabeza.
—Muy bien. —asiente el Brujo.
Se inclina sobre la muchacha y le cierra los ojos. Ella intenta decir alguna cosa, pero las palabras se niegan a salir de sus labios. El Brujo le besa los párpados y coloca la punta de la cuchilla en su pecho. La Saqueadora se ahoga, le cuesta demasiado respirar: sus pulmones se hinchan con dificultad y producen desagradables ronquidos. El Forastero clava ligeramente la punta de la cuchilla en el costillar.
— ¡No!—grita desesperado el de la bonita sonrisa—Habrá algo qué pueda hacer, pero por favor, por favor, por favor, no la mates. Ella es…—no sabe cómo describir ese adjetivo que le viene a la mente, se sacude el cabello nervioso, se rasca la barba y se sorbe los mocos. Intenta explicarse con ejemplos—Vi cómo le daba una botella de tequila a un mendigo, a pesar de que ella se estuviese muriendo de sed. La gente en Suspiria no hace estas cosas. Es diferente, es…
—Ella es buena—asiente convencido el Brujo—. La palabra que buscas es buena
El rostro del Matón está descompuesto, desesperado, histérico. Sus ojos pardos se cubren con una película de agua cristalina.
    ¿Qué puedo hacer por ella?
El Brujo traga saliva, sus ojos color café resplandecen en la oscuridad:
—Acompáñala hasta que muera.
Lo invita a sentarse a tomar asiento a su lado, junto a la muchacha y, con delicadeza infinita coloca a la convaleciente sobre su pecho, para que le transmita su calor y su amor recientemente descubierto. Las noches en Suspiria pueden ser muy largas y muy frías. El Matón tiembla mientras la mece con cuidado entre sus fuertes brazos, con temor a romperla, a dañarla más de lo que la ha dañado. Con dulzura, acaricia con la yema de los dedos la cicatriz que circula su mirada. El Brujo observa la escena, satisfecho, como un artista orgulloso después de terminar su obra maestra. De súbito, un diminuto y apresurado destello cruza el cielo nublado y ensangrentado de Suspiria. Una estrella fugaz. Hace décadas que nadie ve brillar una estrella. Los dos hombres contemplan el efímero resplandor maravillados: el Matón boquiabierto y con los ojos abiertos como platos, jamás pensó que fueran reales esas historias de ancianos, de que tras las nubes radioactivas se esconde un nuevo y mágico mundo, tapizados de pequeñas y brillantes luces, hay tantas que algunas llevan muertas siglos, y todavía siguen iluminando la noches, otras, colocadas estratégicamente, forman dibujos y siluetas que cuentan una historia.
El Brujo esboza una media sonrisa mientras el reflejo de la estrella atraviesa sus ojos:
—De allí de donde yo vengo, una leyenda afirma que las estrellas fugaces son las almas de alguien que ha dado su amor a los suyos.
Contento, acaricia el cabello de la muchacha, agarra la mano del Matón y la coloca sobre la de ella. El otro lo mira perplejo, el Brujo sabía perfectamente lo que iba a suceder.
— ¿Quién diablos eres tú?—insiste el de Suspiria al descubrir las verdaderas intenciones del extranjero.
Una enigmática sonrisa se perfila en su rostro etéreo:
—Ya te lo he dicho, soy la libertad, la tentación, la libre opción—el otro no entiende nada—. No soy lo que ves, soy todo al revés—señala a la muchacha—. Allí donde tú has visto maldad, yo veo humanidad. Ni lo bueno es tan bueno, ni lo malo tan malo. Hay luz en Suspiria, del mismo modo que hay oscuridad en Ciudad Esmeralda. Hay luz en ti, igual que hay oscuridad en mí. Solo tienes que saber encontrarla.
Un silencio de ultratumba se establece entre ambos. La saliva amarga se acumula en la boca del Matón. San Nicolás arde, el fuego se ha expandido a los edificios vecinos, el humo se extiende por el aire de la Nueva Babilonia, los primeros gritos y chillidos de alarma ya resuenan en eco entre los muros. Observa intranquilo el rostro del Brujo, intenta asimilar la cantidad de sentimientos y emociones que han despertado de golpe en él.
    ¿Cuánto más?
— ¿Cuánto más que?—pregunta el Brujo ante el lamento de desesperación del Matón.
Observa el encuentro entre la aguja y la piel, acurrucados en el suelo, mientras la Parroquia arde y las llamas resplandecen en sus mejillas.
— ¿Cuánto más he de esperar? ¿Cuánto más he de buscar?—el Matón traga saliva y acaricia el pelo de la muchacha—Sé que hay luz en mí, pero no logro encontrarla. He vivido solo toda la vida, —Suspiria es una ciudad de medias rotas y de soledad— rodeado de multitud y nunca he conseguido amar—una gota cristalina resbala de su lagrimal hasta perderse en los labios entreabiertos de la muchacha— ¿Cómo voy a amar a alguien? Si no me quiero ni yo. —suspira melancólico.
La joven, ante las caricias del Matón, parece recuperar levemente la consciencia y con él el dolor de la plaga que ya ha recorrido todo su cuerpo y le ha devorado los órganos. Intenta gritar pero le fallan las fuerzas, su amigo la estrecha con dolor entre sus brazos. El Brujo se incorpora y contempla la escena desde una distancia prudencial:

    ¿Ha muerto ya la chica?
El Príncipe de la Dulce Pena surge entre las sombras de la noche, con el mismo sigilo y misterio con el que una puta se escurre de la mansión de su ilustre cliente.
—Apenas le quedan suspiros de vida. —responde el forastero de Ciudad Esmeralda
En el suelo, el hombre del largo cabello castaño sujeta a la joven, de nuevo, al borde de la inconsciencia. De su garganta emanan gritos de dolor tan desgarradores que asustan a las almas condenadas. Su boca se ha teñido de negro y la sangre se ha inyectado en su mirada. La infección se ha extendido por todo su cuerpo hasta pudrirle las vísceras.
— ¡Os juro que yo no la he tocado! Llevaba enferma mucho tiempo. —se exculpa el Matón al verse rodeado.
Está aterrado, cascadas cristalinas surcan sus mejillas. Da igual cuanto grite, cuanto suplique y cuanto llore, nadie acudirá en su ayuda, no en la ciudad de Suspiria.
El Príncipe de la Dulce Pena llega hasta ellos y contempla el escalofriante cuadro, pasivo e indiferente. La muchacha tose lastimosa hasta quedarse sin aliento en un inútil intento de respirar que destripa el alma de la bondad.
    ¿Cómo sabías que era ella?—pregunta el Brujo.
El Príncipe suspira nostálgico:
—Suspiria es una ciudad muy oscura, no es complicado distinguir un haz de luz.
— ¿Y qué diablos hacemos? ¡Se está muriendo! ¿Cómo vamos a salvarla?—grita el Matón entre lágrimas, impotente y asustado, observando como la vida se escapa lentamente de ese ser inocente.
El forastero se agacha a su lado y con ternura le acaricia el pelo andrajoso:
—Nada podemos hacer ya, —le responde con voz grave—quédate con ella hasta que se vaya, ¿la conocías desde hace tiempo, verdad?—el hombre asiente con la cabeza mientras se sorbe los mocos y se limpia con el dorso de la mano—Entonces quédate con ella hasta que muera.
El Matón alza sus grandes ojos pardos hacia el encapuchado, que acomoda a la joven en el pecho de su compañero:
—Eso es, deja que muera en ti, sobre tu pecho, abrázala—el Matón obedece y la estrecha con fuerza mientras la acuna y le susurra palabras de amor.
—Quiero vivir en ti. —ella intenta responder, pero no le quedan energías. Solo produce sonidos guturales sin sentido.
—No hagas esfuerzos—le pide el Matón en un suspiro rebosado de cariño—. Tranquila, yo cuidaré de ti, y cuando te pongas bien, nos iremos lejos, y juntos buscaremos otro hogar, donde la muerte nunca sea el final—acaricia sus párpados—donde en tus ojos me pueda bañar.
—Quiero perderme en ti. —la infección ya ha llegado a su garganta y ha empezado a taponarla.
Silencio agónico de nuevo y dos dedos negros y pútridos le rozan la mejilla. El sabor a bilis se instala en su boca y escupe una arcada. El Brujo y el predicador observan callados:
—Tienes una bonita sonrisa—continua el de Ciudad Esmeralda—sonríele, deja que muera abrazada a tu sonrisa, al compás de tu respiración.
El Matón realiza un esfuerzo sobrehumano para mostrar la mejor de sus sonrisas a esos ojos bicolores y moribundos, casi fuera de las cuencas, secos y ciegos. Otra náusea, pero el Matón aguanta, y, con delicadeza infinita, arrulla el óvalo de su cara. Su mirada, tan verde como la mismísima ciudad, se inunda en un cementerio de agua y sal.
—Hasta ahora no me había dado cuenta de lo bonita que es…—susurra más para él que para el resto—es como una estrella fugaz.
La chica intenta desesperadamente respirar, arañándose el cuello hasta hacerse sangre, tosiendo con furia, en cambio, al Matón le inunda la calma y la paz, la ternura y le sonríe y la mira con cariño. Ha encontrado la luz, ha recordado como amar.
—Como una estrella fugaz, igual de brillante, igual de efímera. Hace mucho tiempo que nadie ve brillar a una estrella en Suspiria.
El hombre se encuentra tan absorto en sus pensamientos que apenas se da cuenta de lo que está sucediendo a su alrededor. Empieza a llover, las nubes lloran lluvia verde y enferma de radioactividad, una gota cae en su mejilla y le quema la piel. Sigue sonriendo y acariciando a la muchacha que apura sus últimos instantes luchando desesperadamente por que el aire llegue a sus pulmones. Convulsiona y arquea su cuerpo como un puente mientras emite desgarradores ruidos desde su negra garganta.
Ninguno de los dos se ha percatado de que alrededor del Príncipe y el Brujo otras siete figuras se han congregado a su alrededor, encapuchados y empapados bajo la lluvia ácida: nadie se ha percatado de la delgada figura del Goliardo Lisiado, acurrucado junto a un muro, con su flauta y su cuenco. Ni de su rival, el Mendigo de la Guitarra Rota apoyado en la pared de en frente a él. Tampoco nadie ha percibido la presencia de los dos Guerreros de Rivia, qué, ágiles como felinos han trepado y han saltado por los tejados de Suspiria, ocultos en la oscuridad bajo la luna ensangrentada. El Violinista Borracho parece que ha recuperado la consciencia y la sobriedad y los hombres que mascaban tabaco en la Plaza del Mercado han dejado de pelearse para reunirse en la Avenida de los Salmos donde la Parroquia de San Nicolás arde en llamas.
Los nueve rodean el cadáver de la muchacha, que se pudre a velocidad vertiginosa: su piel se ha vuelto negra, el pelo se le teñido de gris y se le ha caído, sus ojos se han secado hasta convertirse en polvo y ha expirado un aliento infecto que se ha llevado su alma pura y reluciente, llena de luz.
La Guerrera de Rivia, con sus rasgos felinos y afilados, da un paso hacia ellos y contempla como la santa muerte, la santa perdición, hace su trabajo:
—Un ángel llora porque ha perdido las alas por un amor. —enuncia con voz potente y melódica como una ópera muerta.
El Mendigo de la Guitarra Rota y el Guerrero de Rivia arrastran al Matón, que solloza la muerte de su amiga, lo incorporan a duras penas. El dolor lo ha enloquecido y solo hace que llorar y balbucear palabras sin sentido:
—Una estrella, es una estrella fugaz, resplandeciente y efímera, pura. Es una estrella, una estrella que atraviesa el horizonte, sí, el horizonte. Una estrella que ha dado a los suyos su amor, una estrella, una estrella…—repite en letanía.
El Goliardo Lisiado, que al parecer no está tan inválido como intentaba aparentar, se acerca para examinar el esqueleto carbonizado de la Saqueadora: sus huesos se han tornado del color del hollín y son tan frágiles que podrían partirse fácilmente entre sus manos. Se arrodilla a su lado y le roza la mejilla con un dedo:
    Y su cuerpo se rindió, cansada de buscar una sonrisa en su caminar, —silencio respetuoso en honor a su sacrificio— antes del viaje final.
De su cuello todavía pende el collar con el extraño símbolo, el Goliardo se lo quita con delicadeza y lo acaricia con las yemas. Mira al Cielo, la Avenida de los Salmos arde en llamas:
—Fuego y azufre—se ríe—. El símbolo de nuestra cruz.
El Príncipe de la Dulce Pena y el Brujo intercambian una mirada.
—Una estrella ha dejado de brillar—predica Su Alteza.
 Un relámpago fantasmagórico atraviesa el cielo e ilumina con fulgor verdoso sus rostros pintados y cubiertos, empapados de lluvia. Seguidamente, unos truenos retumban como trompetas angelicales entre las murallas de la ciudad.
—Los cielos se han abierto. —añade el Goliardo Lisiado que se ha reincorporado al Círculo. Lágrimas enfermas corren por sus pómulos y le empapan el hábito.
—Una madre ha vendido a sus hijos como esclavos, sin piedad ni remordimiento, se le ha acabado el amor. —continua el viejo militar de la barba de chivo.
—Y un anciano ha muerto solo y enfermo. —añade el Guerrero.
—Los mares se han congelado, como el corazón de la humanidad, que pide a gritos un soplo de calor. —prosigue el soldado de rizos negros.
— ¡Mirad la Luna!—proclama el otro Goliardo a los cielos—Está roja como la sangre, ha enloquecido de dolor al ver a tanta gente llorar y sufrir.
Otro rayo, esta vez azul, impacta contra una de las favelas de al pie de la muralla y, en seguida, esta estalla en llamas, otro incendio sacude la Nueva Babilonia, aunque al Círculo de Bilderberg parece que no le molestan los gritos de auxilio, de terror, el humo y las llamas, solo tienen ojos y corazón para contemplar el cadáver pútrido de la joven saqueadora.
—Y ya ha ardido Babilonia. —concluye el Violinista con voz suave y tranquila. Las llamas de San Nicolás iluminan sus ojos.
El Matón vuelve a sorber las mocos y se seca las lágrimas con la manga de la túnica, mira a su alrededor desconcertado, sin entender que sucede. Los nueve del Círculo miran al Cielo, aguardando, empapándose de lluvia ácida que quema sus rostros y los supura en heridas y llagas.
Un último aliento de vida se escapa de las fosas nasales de aquel ser que hace apenas unos instantes tenía forma de mujer:
—La estrella que deja de brillar era el séptimo, el último de los Siete Sellos. —repite el Príncipe de la Dulce Pena.
— ¡Ya ha empezado!—grita entusiasmado el Brujo con los brazos en alto—Se ha roto, el Séptimo Sello se ha roto. Ya están aquí, ya han llegado, el final de la sórdida partida se acerca.
Las nubes en el Cielo empiezan a dividirse y a adquirir extrañas formas humanoides, las cuencas de sus ojos estallan en relámpagos y sus gritos de guerra son truenos que retumban por todo el planeta: al otro lado del mundo, mientras Suspiria arde en llamas, Ciudad Esmeralda es engullida en un mar de plástico, cieno y peces muertos. Una figura divina de nubes azul se alza con una gran espada sobre otra, del color del fuego y rasgos demoníacos, que sujeta un enorme escudo. El choque entre ambos abre una grieta que parte en dos la ciudad, cientos de personas son engullidas por las lenguas ardientes del Averno.
Un grito desgarrador del segundo ataque causa un tsunami que destroza Ciudad Esmeralda, ahogando a centenares de sus habitantes.
Los edificios se derrumban, los truenos retumban y se oyen lamentos y chillidos de terror por toda la ciudad. El fuego se ha extendido, ni el Edén, la corte del Marqués de la Mirada Triste se ha salvado y los jardines, las fuentes y las esculturas de mármol se hacen añicos, aplastando a nobles y plebeyos, a ricos y pobres por igual, convirtiendo en escombros lo que antaño fue el orgullo de Suspiria.
Un perro, cubierto por una cresta de llamas escarlatas cruza la calle entre alaridos de dolor. Muy cerca, un hombre se arrastra penosamente por la arena roja, sus piernas han sido devoradas por las llamas, y una mujer aúlla desesperada y se baña en lágrimas de sangre, mientras sujeta contra su pecho los intestinos sanguinolentos de un niño pequeño.
La lluvia ácida sigue cayendo, cada vez más fuerte, más agresiva, más letal, pero al Círculo Bilderberg le resulta indiferente que su piel se deshaga al contacto con las tóxicas lágrimas y contemplan extasiados la batalla del Juicio Final.
El Príncipe de la Dulce Pena estalla en carcajadas:
    ¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!
— ¿Qué cojones está pasando?—brama aterrado el Matón, observando como el caos y la destrucción se apoderan de Suspiria.
—Ya ha llegado. —le informa el Brujo solemne.
— ¿El que ha llegado?
Mira al Cielo, cierra los ojos y deja que la lluvia enferma le supure las mejillas:
—La Ira de Dios.


RETO: EL CÍRCULO BILDERBERG

A lo largo de estas páginas os habréis dado cuenta de que la Saqueadora pregunta a diez individuos diferentes sobre el paradero de su hermana, mostrándoles un colgante con el símbolo de Ira Dei. Casualmente la identidad de estos diez personajes coincide con los diez miembros que finalmente forman el Círculo Bilderberg.
Tras ellos se esconden diez rostros conocidos, ¿los habéis conseguido identificar? Algunos es muy sencillo aunque hay que pensar un poquito para encontrarlos a todos.

¡Dejadme a en los comentarios o en Redes Sociales el nombre de los diez personajes ocultos!

Venga va, que aquí os los enumero (por orden de aparición) para que os resulta más sencillo:

1. La Guerrera de Rivia:
2. El Guerrero de Rivia:
3. El Matón de la Bonita Sonrisa:
4. El Príncipe de la Dulce Pena / El Predicador:
5. El Soldado que masca tabaco:
6. El Soldado de la barba de chivo:
7. El Violinista Borracho:
8. El Goliardo Lisiado:
9. El Mendigo de la Guitarra Rota:
10. El Brujo / Forastero de Ciudad Esmeralda:


REDES SOCIALES:



CANCIONES DE IRA DEI QUE APARECEN EN ESTA HISTORIA

La Triste Historia de Jimmy 'Tiro en el pie': https://www.youtube.com/watch?v=zSpwIoaRbEw
La Cántiga de las Brujas: https://www.youtube.com/watch?v=0sMwccntm-0


OTRAS CANCIONES DE MÄGO DE OZ QUE APARECEN EN ESTA HISTORIA



OTROS GRUPOS

Los nombres de las tabernas y las posadas de la Procesión de los Borrachos también están inspiradoe en canciones de otros grupos de rock, metal y folk españoles:


La Procesión de los Borrachos (Débler): https://www.youtube.com/watch?v=44QJDOJR3Xo
La Taberna de los Trolls (Lèpoka): https://www.youtube.com/watch?v=XpniIRn1VaE
El Caldero de los Sueños (Lèpoka): https://www.youtube.com/watch?v=94ZZQevBxdw
La Prisión del Placer (Söber): https://www.youtube.com/watch?v=0fDWWLh6HME
El Hada y la Luna (Saurom): https://www.youtube.com/watch?v=lW_5ZPla_h8
El Olvidado de Dios (Saratoga): https://www.youtube.com/watch?v=ZxozoN5_q1c


MÁS HISTORIAS

La Voz Detrás de ZETA: 


¡NO OS OLVIDÉIS DE COMPARTIR VUESTRAS RESPUESTAS SOBRE LOS MIEMBROS DEL CÍRCULO BILDERBERG!

*Me gustaría aclarar que no obtengo (ni pienso obtener) ningún beneficio económico ni comercial con este blog, este escrito es por puro amor al arte y a Mägo de Oz*

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Buen fin de semanas a todos y a todas. Sé que se está haciendo larga la espera de la segunda parte de Nueva York, pero os aseguro que valdrá la pena. Una pista, ¿Recordáis el primer capítulo de Tierra Mojada? Pues la cosa va por ahí... Y hablando de pistas, he querido dedicar unos "minutitos" esta semana a intentar despejar otra de las grandes incógnitas de la novela, y así, que la espera para Nueva York parte II se haga más corta: ¿Quién disparó al oso que atacó a Matt y salvó su vida y la de Ayla? He recopilado todas las posibles pistas que nos dejan caer: Ayla, Matt, Alba, Gabe, Bam... a lo largo de los últimos capítulos. ¿Seréis capaces de descubrir quién fue el heroico tirador? La respuesta la tendréis en: Cartas desde Browntown, el capítulo que seguirá a Nueva York, parte II. ¡No olvidéis dejar vuestra respuesta en los comentarios y compartir el post en Redes Sociales! Comencemos: Estos son los personajes principales que han habitado Browntown hasta el capítulo X...

La voz detrás de ZETA . Capítulo I y Capítulo II

CAPÍTULO I: EXTRAÑOS EN UN BAR —Siento molestarte, ¿pero tú eres Zeta, verdad? ¿El cantante de Mägo de Oz? Saco el dedo con el que removía la copa de balón de ginebra y alzo la vista hacia los brillantes ojos que se están fijando en mí. Son verdes, redondos, enmarcando un rostro ovalado de pómulos altos, nariz pequeña, rasgos delicados y mejillas sonrojadas. Apenas queda gente en el bar. El concierto ha sido un fracaso, he dado lo peor de mí. Estoy mal, estoy roto por dentro, estoy hecho una puta mierda. Me entran escalofríos al recordar la mirada que me ha echado Txus al bajar del escenario. ¿Cuántos gin—tonics llevaré ya? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Qué hora es? ¡Joder, las tres! Y mañana temprano cogemos el avión de vuelta a Madrid. Los demás se han ido hace rato al hotel. Están decepcionados conmigo, enfadados, furiosos… ¿Cómo he podido hacer un concierto tan malo, apenas unos meses antes de la salida del nuevo disco? No es un buen momento para mí, y ellos lo saben, pero a Txus so...

Capítulo XX: Nueva York (Parte II)

-Será mejor que subamos arriba. Estás empapado, vas a coger un resfriado…-eso fue lo que pronunciaron mis labios, pasivos y calmados, tragándose entre la saliva la vibración de mis cuerdas vocales. En realidad, quería decir algo muy diferente: “Te echo de menos, fui una idiota, tenemos que volver. Vamos a cuidar a tu madre, te necesito, te quiero, te quiero, te quiero…” La reacción por parte de Matt a mi inesperada propuesta era más que evidente en su rostro. -Está bien, tú mandas…-dijo aun saliendo de su asombro. -Yo cogeré tu maleta. Sube las escaleras, voy detrás de ti. Matt desapareció con paso inseguro hacia el piso de arriba. Las lágrimas corrían como cascadas por mis mejillas. Era él, era distinto pero era él. Cerré la puerta con llave y me aseguré que la habitación que se encontraba al final del pasillo estaba cerrada. Le dije a Esteban que todo estaba bien y colgué el telefonillo que había ocultado en el bolsillo de mi bata. Me planté en las escaleras, una llama se ...