CAPÍTULO I: EXTRAÑOS EN UN BAR
—Siento molestarte, ¿pero tú eres Zeta, verdad? ¿El
cantante de Mägo de Oz?
Saco el dedo con el que removía la copa de balón de
ginebra y alzo la vista hacia los brillantes ojos que se están fijando en mí.
Son verdes, redondos, enmarcando un rostro ovalado de pómulos altos, nariz
pequeña, rasgos delicados y mejillas sonrojadas.
Apenas queda gente en el bar. El concierto ha sido
un fracaso, he dado lo peor de mí. Estoy mal, estoy roto por dentro, estoy
hecho una puta mierda. Me entran escalofríos al recordar la mirada que me ha
echado Txus al bajar del escenario. ¿Cuántos gin—tonics llevaré ya? ¿Tres?
¿Cuatro? ¿Qué hora es? ¡Joder, las tres! Y mañana temprano cogemos el avión de
vuelta a Madrid. Los demás se han ido hace rato al hotel. Están decepcionados
conmigo, enfadados, furiosos… ¿Cómo he podido hacer un concierto tan malo,
apenas unos meses antes de la salida del nuevo disco? No es un buen momento
para mí, y ellos lo saben, pero a Txus solo le interesa su jodida banda y su
jodida batería. Detrás de las voces, guitarras, flautas, violines… hay
personas, personas que a veces sufren, lo pasan mal ¡No somos putas máquinas de
cantar y tocar, joder! Y van los gilipollas y me abandonan, pudriéndome en este
sucio bar, lo que menos necesito ahora es estar solo, joder, odio estar solo.
Sumido en mis pensamientos y en mis penas, me olvido
de la vocecita que ha llamado mi atención. Veo su rostro de desilusión y como
se aleja de mí, decepcionada. No, ella no tiene la culpa de nada, es solo una
admiradora, y como dice Txus, “los fans lo son todos”. Me fuerzo a sonreír, me
duele la cara al hacerlo.
—Sí, él mismo. —respondo con voz ronca—¿Quieres una
foto?
Ella sonríe encantadora y asiente con la cabeza. Se
acerca a mí, la rodeo cariñoso por la cintura y tomo su smartphone de su mano. Es un móvil caro, seguro que se lo han
pagado sus padres, una chica tan joven no tiene dinero para pagárselo ella
sola. Hasta el momento no me había dado cuenta… es joven, muy joven, demasiado
para escuchar a Mägo de Oz, parece educada e inocente. No pinta nada aquí.
La silueta de su cuerpo contra el mío me estremece,
necesitaba sentir calor humano, sentir respirar, temblar, latir… El olor de su
pelo me inunda los pulmones, intensidad, sensualidad.
Me enseña a utilizar su teléfono y hago un par de
fotos, forzando la sonrisa y soportando el dolor que provoca el flash de la cámara en mis pupilas.
— ¡Muchas gracias!—sonríe ella ilusionada mirando
las fotos—Lamento haberte molestado, pero me hacía mucha ilusión…
—Los fans nunca molestáis. —miento, a veces llegan a
ser unos auténticos plastas, pero, ahora mismo me siento incapaz de decir algo
malo a esos ojillos brillantes.
—De nuevo, gracias por todo. —sabe perfectamente que
miento y quiere marcharse para dejarme en paz.
Se da la vuelta y se aleja un par de pasos de mí:
— ¿Qué bebes?—pregunto con mi voz grave, la que uso
cuando en pleno concierto quiero meterme al público en el bolsillo.
Ella se detiene en seco, casi puedo percibir como un
escalofrío le recorre la columna vertebral. Sus músculos se tensan hasta
quedarse rígidos como piedras. Se vuelve lentamente hacia mí, preguntándose si
es a ella a quién me he dirigido. Señalo mi copa de ginebra.
La chica mira hacia atrás, un grupo de jóvenes: tres
chicos y una chica la están observando desde una mesa, deben de ser sus
acompañantes. No son como ella, ellos sí que se parecen a los fans de Mägo “de
toda la vida”. Pelo largo, ropa oscura, cadenas y corsés, mucho maquillaje y
botas militares. Pobrecilla, parece una pieza de puzle que se ha equivocado de
caja. Sus amigos la alientan a aceptar mi invitación.
—Cerveza—responde como un contestador automático—con
tequila y limón.
Sus mejillas se tiñen de un rosa muy bonito cuando
se pone nerviosa.
Hago una seña con los dedos al camarero y llamo su
atención. El aludido, un señor de mediana edad, gordo y grasiento, embutido en
cuero y con un largo bigote canoso se acerca a mí:
—Jefe, una Desperados
para la señorita. Y no te olvides de ponerle el limón.
El hombre asiente con la cabeza mientras la chica
camina lentamente hacia mí, y, con las piernas temblorosas escala hasta el
taburete que hay a mi lado. El camarero coloca frente a ella un botellín húmedo
de cerveza dorada. Empuja el limón con sus dedos y observa como burbujea al
caer en el líquido espumoso.
—No quiero estar solo, —le confieso apoyando mis
brazos sobre la barra.
Ella asiente con la cabeza, encogiéndose de hombros
y dándole un trago a su cerveza.
Apenas queda gente en el bar, el concierto no se ha
alargado mucho, gracias a mi catastrófica actuación, y mucha peña ha trasladado
la fiesta a los bares que rodean el parque Can Zam en Santa Coloma de Gramanet.
El grupo abandonó el parque a toda prisa para trasladarnos a la capital, donde
estamos alojados, a medio camino paramos para desahogarnos en un bar de
carretera, muy americano, donde los cuatro heavys
de turno apenas nos hicieron caso. Allí me llevé la bronca del siglo, junto a
las miradas de desprecio y desaprobación de mis colegas, mis amigos, mis
hermanos… ¡En la vida había cantado tan mal! Ellos se han marchado hace un buen
rato, incluso Josema, mi fiel amigo y compañero del alma. Me han dejado solo,
bebiendo solo con mi miseria. ¡Saben lo que odio que me dejen solos!
Ni siquiera me he cambiado después del concierto, y
apesto a alcohol y a sudor. Los pantalones de cuero me aprietan y me pican, las
botas y las cadenas plateadas del cinturón me pesan como una bola de
carcelario. El sudor me pega la camiseta negra al cuerpo y el chaleco de cuero
me provoca un picor insoportable en la espalda. Al final me lo quito y lo dejo
arrugado sobre la barra, junto a mis gafas de sol naranjas. Llevo el pelo sucio
y hecho un desastre, largo, negro y encrespado, sujeto en la frente con una
cinta roja. Doy asco y pena, aunque encajo a la perfección en ese antro cutre y
desvalijado en el que nos hemos refugiado, con luz difusa, cerveza barata y
pósteres de los ochenta decorando las paredes de madera podrida.
Inconscientemente aprieto el puño contra la barra
del bar, de oscura madera maciza, la chica me mira con incertidumbre y grandes
ojos curiosos.
Bebemos en silencio un buen rato: la observo. Lleva
vaqueros apretados y desgarrados, la camiseta de la banda entallada, remarcando
un pecho juvenil y altivo y botas negras con cordones y cazadora gris. Observo
como su garganta se mueve al ritmo que la cerveza la recorre. Se me secan los
labios y me los humedezco con la lengua.
La chica se aparta un mechón de pelo rebelde del
rostro, luce una melena castaña, muy clara, hasta la altura de los hombros, que
se ondula graciosamente hasta terminar en una punta rubia. Apenas lleva
maquillaje, lo sé porque distingo marcas de acné en su mejilla izquierda, solo
lleva un poco de máscara negra en las pestañas y brillo en los labios. Unas
pequeñas y difuminadas bolsas negras han aparecido bajo sus ojos. Está cansada.
Más silencio, incómodo, ella agita el pie nerviosa,
la madera vieja y sucia del suelo cruje con su balanceo. El suelo está cubierto
de cáscaras de panchitos y bebidas derramadas. De fondo suena una música, creo
que es: We didn’t start de fire, de
Billy Joel. Sonrío por la ironía del asunto. Su rostro está tenso… sigo
pensando en lo joven que es, ¿cuántos años tendrá? ¿Veintitrés? ¿Veinticuatro?
Me fijo en sus manos, se las restriega nerviosa
sobre la barra, cubierta de restos de alcohol, grasa y restos de frutos secos.
—Bonito tatuaje—le digo para romper el hielo.
Ella inmediatamente oculta su mano izquierda, donde,
incrustado en tinta negra, lleva una estrella de cinco puntas rodeada por un
círculo de llamas. En la muñeca, anudada una cinta violeta.
—Gracias. —su voz es grave y profunda, como la mía,
solo que más femenina.
Bebo gin:
— ¿Significa algo?
—Es un símbolo enoquiano—responde
seria—significa protección.
— ¿Y de quién se supone que debes protegerte?—sonrío.
—De mi misma.
Ambos volvemos a beber mientras la interrogo con la
mirada.
—Todos tenemos dentro nuestros demonios que nos atormentan,
nuestro infierno particular, que nos culpa, que no nos deja dormir ni vivir… y
cada uno lidia con ellos, lucha, como puede.
No sé lo que me está contando, apenas la entiendo,
sin embargo, hay algo en su voz, en sus ojos, o en la melancólica curva de sus
labios rosados, que me invita a callar y a poner toda mi atención en sus
palabras. Su nerviosismo la hace rozarse los dientes con la fibra de los labios
constantemente, se los está desgarrando.
Ella, al ver que no la estoy entendiendo, se
explica:
—Como por ejemplo, los demonios que hoy te atormentaban
durante el concierto, y que no te han dejado cantar como tú solo sabes hacerlo.
Empalidezco del miedo y mi cuerpo se tensa. Ella
arrastra el taburete hacia mí, ya no tiembla, sus hombros se relajan y su
actitud es más confiada. Siento el calor de su cuerpo cerca del mío, me estremezco.
Odio estar solo, y ella me hace tanta compañía… Bajo la mirada a mi copa casi
vacía, a su lado, descansan mis gafas de sol naranjas. Ella acerca su mano a la
mía, pero no la toca, sin embargo, un ardiente cosquilleo me recorre todo el
cuerpo:
—Lo reconozco, hoy no he estado en mi mejor día—me
aclaro la voz—. Se me nublaba la vista y se me olvidaba la canción. No estaba
concentrado, se me secaba la garganta y no llegaba a las notas más altas. ¡Ha
sido un jodido desastre!—dejo caer el rostro sobre la barra de bar y lo oculto
con mis manos.
Ella me acaricia el pelo con ternura, al principio
con miedo, luego con cariño. Sus dedos son largos y sus manos pequeñas.
—Me he dado cuenta.
—Sí, tú, y las miles de personas que nos han
escuchado. ¡Me ha caído la bronca del siglo! No me han echado del grupo de
milagro.
—Yo no soy psicóloga, Zeta, pero, ¿quieres hablar de
ello?
Me incorporo con el ceño fruncido:
—¿Por qué iba a contarte lo que me pasa? Solo eres
una chiquilla a la que acabo de conocer en un bar.
—Exacto, solo soy una chica, una donnadie, que has
conocido en un bar y que probablemente no vuelvas a ver nunca más en tu vida.
¿Qué mejor confidente que ese?
Me consigue sacar una sonrisa. ¡Mírala! Con lo
desconfiada y nerviosa que parecía hace un instante. Me gusta la manera en la
que controla su voz, sabe captar la atención de su interlocutor, a parte, tiene
esa mirada brillante tan cautivadora…
Pedimos otra ronda. Esta vez, ella está sentada muy
cerca de mí, siento su olor, intenso y dulzón, hinchándome los pulmones y el
cosquilleo que me producen sus dedos cuando rozan los míos. Voy borracho. Se
muerde el labio y siento ganas de mordérselo yo también. ¡Joder! ¿Qué me está
pasando? Es solo una cría…
— ¿Y quién me dice a mí que no correrás a contarle a
algún paparazzi o colgarás en Internet lo que me ocurre?
Ella se echa a reír:
— ¿Crees que algún periodista se creerá lo que pueda
decir una niñata desconocida sobre ti? Pero no te preocupes, no me lo cuentes
sino quieres, tú me has pedido que me quede contigo porque te sentías solo. Mi
intención solo era ayudar.
La chica apura su cerveza y se levanta mientras se
vuelve levemente, yo no puedo apartar la vista de mi copa de ginebra:
—Mi mujer…—alzo la voz para que ella me oiga. La
muchacha se detiene y se vuelve a sentar a mi lado—. Llevamos casados diez
años, no tenemos hijos, ni quiero tenerlos, esa vida no es para mí. Verónica
quiere tener una “vida normal”, con un trabajo normal y dos o tres críos
correteando a nuestro alrededor. Cada vez le gusta menos que me vaya meses de
gira a Latinoamérica, quiere que madure y me centre. Me ha advertido que
recapacite y piense que es lo más importante en la vida… Si mi decisión no es
de su agrado, cuando regrese a Madrid ella ya no estará en mi casa.
La muchacha me pone un brazo en el hombro,
comprensiva:
—No tengo mucha experiencia en el campo de las
relaciones, —se disculpa ella con voz aterciopelada— pero comprendo que es una
decisión dura de tomar y que está afectando a tu rendimiento en el trabajo. No
puedo ayudarte a decidir que es mejor, Zeta, y aunque no me conoces de nada,
puedo ofrecerte mi hombro para llorar.
Le tomo la palabra, y, como bien me ha explicado,
aunque no la conozco de nada, su voz y su tacto sobre mis dedos anillados me
invitan a confiar en ella:
—Siempre pensamos que esto de la música sería algo
temporal, y que después me dedicaría al periodismo o a un trabajo con horario
de nueve a cinco, jamás, ni en un millón de años, pensé que acabaría cantando
en México con Txus di Fellatio y Mägo de Oz. Para mí fue cumplir un puto sueño,
para ella un batacazo, aun así siempre ha permanecido a mi lado.
—Es duro desprenderse de alguien que nos ha
acompañado mucho tiempo—explica paciente—es el eterno debate del ser humano:
queremos ser seres libres, individuales y con capacidad para escoger. Queremos
desvincularnos de esta sociedad que nos obliga a seguir un camino marcado a lo
largo de nuestra vida—inconscientemente, la muchacha se restriega el tatuaje de
la estrella—, pero a la vez tenemos miedo de desviarnos demasiado y que no
podamos volver, y nos quedemos solos, solos a oscuras. Solos, desnudos y
asustados.
Inclino la cabeza levemente y fijo mis ojos oscuros
en los de ella, verdes y asustadizos. Empiezo a pensar que alguno de mis
colegas, Josema, Frank, quizá Leo… ha tenido algo que ver en que esa niña
tímida se me presentase en el bar.
— ¿De dónde has salido tú?—le pregunto curioso.
Ella ríe y bebe cerveza:
—Yo también tengo mis demonios, ¿sabes? Me hacen
dudar sobre todo lo que me han enseñado, me hago preguntas y me cuestiono cosas
sobre cuáles son las mejores decisiones que debo tomar: ¿voy por el camino
seguro y hago “lo que todo el mundo cree que debo hacer”? ¿O me desvinculo y
forjo mi propia senda con el temor a no volver a ser aceptada nunca más?
—Eres muy joven para plantearte estas preguntas—deduzco—.
A tu edad solo deberías pensar en divertirte y pasártelo bien, ya tendrás
tiempo de cuestionarte la vida cuando tengas cuarenta tacos y estés en plena
crisis existencial.
—Hablas como mi hermana. Soy joven sí, pero he
vivido muchas cosas, quizá demasiadas para mi edad.
Me río.
—Lo dudo.
Ella frunce el ceño y sonríe de una manera tan
enigmática como la Mona Lisa.
—¿Tienes más tatuajes?—le pregunto para cambiar de
tema y dejar paso a una conversación más amena y agradable.
—Tendrás que invitarme a otra cerveza si quieres que
te responda a eso.
— ¡No se diga más!—alzo la voz—¡Jefe! Otra Desperados por aquí.
El camarero nos sirve las bebidas y la muchacha y yo
seguimos hablando. Me gusta escucharla hablar, su voz es cálida y cercana, me
parece, incluso, demasiado madura para una jovencita que no supera los
veinticuatro años de edad. Sus ojos brillan mientras sus labios se mueven, la
timidez y el miedo que la han caracterizado, cuando se me ha acercado por
primera vez han desaparecido, para dejar paso a una encantadora chica de
mejillas rosas y sonrisa pícara. De vez en cuando, mientras hablamos, ella se
aparta del rostro un mechón de pelo castaño claro, cuando se lo aparto yo, su
cuerpo se pone rígido y su rostro pálido como la nieve. No puedo evitar desviar
la mirada hacia su cuerpo sinuoso, joven y tan lleno de vitalidad… Sin duda, me
apetece, su cuerpo, su boca y sus caricias, las anhelo con fervor. Me siento
solo y estoy acojonado por quedarme solo, y nada apacigua esta sensación tan
horripilante de soledad como el olor de un cuerpo humano y el calor que
proporciona el contacto piel con piel. Con solo de pensarlo se me eriza todo el
vello del cuerpo y un escalofrío me recorre la espina dorsal, ¿desde cuándo soy
de ese tipo de tíos? ¿Un cantante acabado que se acuesta con admiradoras para
apaciguar la soledad?
Una parte de mi maltratado cerebro no para de
repetirme que se trata de una cría, mientras que la otra pone en duda todas las
construcciones sociales que me han metido en la cabeza desde que nací.
En un momento de la conversación, se nos acerca una
de las amigas que la acompañaba, la aleja de mí y hablan en privado. Será unos
diez años mayor que ella, viste con vaqueros largos, botas altas y chaqueta de
cuero. Tiene la piel morena, el cabello oscuro y los rasgos afilados. En tono
de letanía escucho partes de la discusión:
—Vamos a marcharnos ya. —le anuncia la amiga.
“Por favor, no te la lleves todavía, déjamela un
ratito más”.
—Idos vosotros, yo cogeré un taxi.
— ¡Ni hablar! No pienso dejarte aquí sola con él. —responde
con voz rasposa.
—Estaré bien. —insiste ella.
— ¿A caso te estás creyendo las milongas que te está
contando? Esa gente va a lo que, solo quiere aprovecharse de ti.
— ¿Y no has pensado que quizá sea al revés y sea yo
la que quiere algo con él?
— ¡No digas chorradas!—la amiga se cruza de brazos—¿Quién
querría algo contigo?
Aprieto el puño contra la mesa, ¿quién se ha creído
esa gilipollas para hablarle así? Estoy a punto de intervenir, pero me da que
no es el tipo de chicas que necesita que un hombre, ni nadie, las defienda.
—Déjame en paz, ya soy mayorcita para cuidarme sola.
La muchacha vuelve a mi lado y la amiga, y el resto
del grupo se marchan del bar indignados. ¿Qué hora es ya? Pasan de las cuatro…
Txus y la banda me van a matar por mi retraso.
— ¿Todo bien?—le pregunto.
—Sí, —responde bebiendo—solo que la vida apesta.
— ¿Me lo dices o me lo cuentas?—me burlo mientras
bebo.
—Odio esto, odio que la gente te juzgue sin
conocerte, que te estereotipo y te clasifique por cómo eres por fuera—sí que
está indignada—. Odio que me traten diferente solo porque no me gusta hacer las
mismas cosas que a los demás, como si por ello, fuera menos persona.
—Parece que la conversación con tu amiga te ha
crispado los nervios.
La muchacha me mira con esos ojos, parece que saben
exactamente lo que estoy pensando, como soy por dentro y cuáles son mis
intenciones. Mi pierna tiembla nerviosa.
—Me trata como a una niña—dice con desprecio—. Es
como todos: te obliga a seguir las malditas pautas y el absurdo código moral
que ha marcado una élite conservadora y religiosa y que debe influenciar todas
las malditas decisiones que tomamos en la vida.
“¡Ahora, ahora sí que habla como una auténtica fan
de Mägo! ¿Por qué me da que tras esta conversación hay un hilo de palabras muy
largo que no he conseguido captar?
—Exacto, ¿quiénes son ellos para decirnos como
tenemos que vivir nuestras vidas?—sus palabras, y la ginebra, me animan a
seguir con su conversación—Seré feliz casándome o no, teniendo hijos o no, y
dedicando mi vida a lo que me salga de la polla sin ser raro, asocial o
extraterrestre.
— ¡Qué razón! Y si yo me quiero enrollar con alguien
que acabo de conocer en un bar, ¡pues lo hago! Si las dos partes están de
acuerdo, ¿qué más da? ¡Y no por eso voy a ser una puta, una guarra o una
viciosa! Solo soy una chica que quiere disfrutar de su sexualidad…
El alcohol la hecha hablar de más, me giro hacia
ella, petrificado y veo su rostro de terror, quiere salir corriendo, se ha
arrepentido al instante de lo que me ha dicho.
De repente nos hemos quedamos en silencio,
cuestionándonos la integridad del mundo y la sociedad que nos rodean. La moralidad
de la iglesia, el conservadorismo político, qué está considerado bien y que
está considerado mal. Sus mejillas ruborizadas y sus ojitos verdes, y la
curvatura melancólica de su sonrisa, igual que una canción de despedida. Mis
labios se entreabren para decir algo, pero las palabras no me salen de la boca.
El corazón me late muy deprisa, percibo sus nervios y su incomodidad.
—Me parece que eres del tipo de mujer a la que tengo
que pedir permiso para besar. —escupo de repente para sorpresa de ambos.
La joven se tensa. Estoy muy borracho, bastante para
decir tonterías, pero no lo suficiente como para perder la consciencia de mis
actos. Inmediatamente me arrepiento de lo que he dicho y oculto mi rostro
avergonzado tras mi pelo negro:
—Lo siento, lo siento mucho de verdad, yo no soy de
este tipo de hombres. Está muy mal lo que te acabo de decir y no quiero que
pienses que soy…De verdad que estaba disfrutando de tu compañía…
Ella se pone de puntillas y me da un ligero beso en
los labios.
Me quedo sin palabras, ambos nos quedamos sin
palabras.
—No prejuzguemos, —me recuerdo—no hay “tipos de
hombres” “ni tipos de mujeres”, solo dos personas que querían besarse.
“¿La estoy intentando convencer a ella o me estoy
intentando convencer a mí?”
Ella me toma del brazo, me acerca a mí y nos
volvemos a besar.
—Pero aquí no. —me susurra ella muy cerca de mi
boca.
Su aliento huele a cerveza y se mezcla con el mío,
amargo como la ginebra.
—Después de hoy no volveré a verte jamás, ¿verdad?—ella
asiente—Entonces pasa la noche conmigo, por favor, no me dejes solo esta noche.
No soporto estar solo.
Apoyo mi frente sobre la de ella:
—Pasaré la noche contigo. —suspiro aliviado, el eco
de su voz vibra en mi cabeza y me sacude el alma.
“Solo una noche, ella y yo, con nuestros demonios
atormentándonos. Sí, es un gran plan”.
Agarro su mano.
—Ven conmigo.
Entramos en el viejo taxi que huele a ambientador de
pino barato, y ella, sin decir nada, se abalanza sobre mí y me besa en los
labios. No lo aguardaba y mi espalda choca contra la puerta del vehículo. Su
boca es cálida y tiene cierto regusto a cerveza, que se mezcla con mi aliento a
ginebra. Su lengua explora mi cavidad bucal, no me esperaba que se lanzase tan
deprisa y abro los ojos como platos al sentirla explorar mi interior. Ayer no
me afeité y mi incipiente barba les hace cosquillas en el labio. Su mano
presiona mi muslo y empiezo a notar como un calor feroz como un demonio me
escala por la garganta. Su lengua es ávida como una serpiente, la sujeto por el
rostro y le acaricio el pelo mientras la beso, lleva la nuca rapada y varios
pendientes de aros en las orejas. Me gusta.
—Ejem, ejem, —protesta el chófer aclarándose la
garganta— ¿adónde os llevo?
Le doy la dirección al taxista, llamo por teléfono y
tiro de contactos. He conseguido una habitación en un hotel en la capital, el
director es colega de Mario, nuestro productor y lo ha organizado todo. También
he llamado al hotel donde está el grupo para informar de que alguien irá a
recoger mis cosas en las próximas horas, ahora solo me falta informar a mis
compañeros de que no cogeré el avión con ellos.
Pasamos por una carretera oscura, repleta de curvas
antes de entrar en la ciudad de Barcelona, justo cuando cuelgo el teléfono, la
muchacha se vuelve a abalanzar sobre mí y nos besamos en la parte de atrás del
vehículo durante la media hora que dura el trayecto. Me vuelvo más descarado y
recorro su cintura para agarrarle el trasero, estoy ansioso por hacerla toda
mía, saborear y explorar su cuerpo.
El taxi nos deja en la puerta trasera del Hotel W de
Barcelona, donde nos espera un botones. La chica, anonadada, no se lo puede
creer y se detiene a contemplar el inmenso edificio que recorta la silueta en
el cielo oscuro de la ciudad condal, en forma de vela de barco rodeado de
palmeras, que domina la playa barcelonesa al final del paseo Juan de Borbón y
cuyos pisos superiores proporcionan una magnífica vista del mar Mediterráneo.
La muchacha se queda de piedra, con la piel blanca y la musculatura tensa. Me
acerco a ella, la rodeo por la cintura con cariño y aparto un mechón rebelde de
su rostro.
—Si te lo has pensado mejor, le digo ahora mismo al
taxista que te lleve a tu casa y aquí no ha pasado nada. No te sientas obligada
a nada…
Pone las manos en mi pecho y el palpitar de mi
corazón se acelera. Empiezo a sudar:
—Quiero hacerlo. —se pone de puntillas otra vez y me
besa en los labios.
Sonrío, las piernas me van a fallar en cualquier
momento. Tiemblo y sus mejillas se sonrojan. “¡Qué bonita es!”
CAPÍTULO II: UNA BOTELLA DE BROCKMANS
Entramos al impresionante hotel por una discreta
entrada y ascendemos por el ascensor de servicio, acompañados por el botones
impolutamente uniformado, hasta la planta dieciocho, concretamente en la
habitación Wonderful: la suite, de una habitación, ofrece unas excelentes
vistas al puerto de Barcelona. Tocando a la inmensa cristalera que da al mar,
una enorme cama con sábanas blancas, dos mesitas de noche, una a cada lado y
unas lámparas beige con una bola brillante. El suelo es de mármol gris y negro,
en la parte trasera, unos armaritos azules que resaltan las paredes blancas. Un
escritorio con una silla sobre el cual hay varios panfletos de restaurantes y
cosas que hacer en Barcelona y un mueble bar.
La dejo entrar a ella primero, que inspeccione el
cuarto que he escogido personalmente para ella y para sus demonios. Le doy una
propina al botones:
—Si necesitan algo, disponemos de servicio de habitaciones
veinticuatro horas—me explica el hombre—. Que disfruten su estancia.
Sigo a la muchacha, que examina cada rincón de la
lujosa suite. Estoy agotado y luchando para mantener el control sobre mi cuerpo
ebrio. Me siento en la cama y me froto el rostro con las manos, agotado.
“¡Qué blanda y mullida parece! Qué ganas de tumbarme
y cerrar los ojos. Ya no tengo edad para estas locuras…”
Dejo mis pertenencias en una de las mesitas: el
móvil, el tabaco, la cartera y las gafas de sol. Jugueteo con el teléfono un
rato antes de dejarlo, le escribo un mensaje a Josema:
“No me esperéis mañana, me quedaré en Barcelona un
día más”.
Dudo un buen rato en enviárselo, sigo cuestionándome
la moralidad de mis actos de esta noche. Dudo, dudo, dudo… Por fin, con un dedo
tembloroso, envío el mensaje:
<<Entregado>>
Aguardo un rato con el aparato en la mano,
aguardando una respuesta o qué suceda algo mágico, irreal o fantástico que me
confirme que no estoy haciendo nada malo. La respuesta no tarda en llegar, y
tiene forma y voz de mujer.
La joven se sienta a mi lado en la cama y me obliga
a dejar el móvil, me acaricia la barbilla bien afeitada y me obliga a mirarla a
los ojos.
“Joder, nunca había visto unos ojos que expresasen
tanto, podría escribir una canción sobre ellos y me faltaría melodía para
decirles todo lo que quiero”.
Está oscuro, apenas distingo las facciones de su
rostro, solo el brillo que desprenden sus ojos.
Me acaricia con dulzura la mejilla, el pelo y me
besa en los labios. Con sensualidad me lame el labio superior, después el
inferior y me lo mordisquea. Acaba de encender una gran hoguera en mi interior
que me hace temblar de frío. Estoy entre asustado y embelesado.
Los anillos de mis dedos se enredan en su pelo, me los
quito, al igual que los brazaletes y las cadenas y lo deposito todo en la
mesita de noche. Ella también se quita las pulseras y cintas de sus muñecas y
su colgante, que tiene forma de martillo de Thor, y lo deja en la mesita del
otro lado de la cama.
Me vuelve a besar:
—Pidamos algo para beber. —me susurra.
—Creo que ya hemos bebido bastante. —le corrijo
paternal.
“¿Yo he dicho eso? ¿Qué cojones me está pasando?”
Agarra mi labio inferior con los dientes mientras
deposita sobre mí la carta de gin-tonics del mini bar. Su pierna está sobre mi regazo,
la acaricio con la plenitud de mi mano.
—Elige una. —me susurra mientras me mordisquea la
oreja.
Me está empezando a excitar y un molesto cosquilleo
me recorre las ingles. Enciendo la lámpara de la mesita de noche y entorno los
ojos para analizar el surtido de ginebras que nos ofrece el hotel. Sonrío. Después
de barajar opciones carísimas que probablemente la impresionarían y descartar
todas aquellas que podrían tumbar a un elefante solo con olerlas, creo que he encontrado
la bebida perfecta. Alzo el auricular del teléfono y llamo al servicio de
habitaciones.
—Una botella de Brockmans Gin. —ordeno solemne con
mi “voz de los conciertos”.
Estoy tratando de mantener a la muchacha todo el
rato pendiente de mí, absorberla y engancharla como si de una droga se tratase.
Si descubre quién hay detrás de Zeta, el hombre detrás de la voz, se marchará y
volveré a quedarme solo, y no soporto estar solo.
Tras Zeta se oculta un hombre de cuarenta y tantos, que
fuma como un carretero y bebe como un cosaco. Con miedo a la alopecia, barriga
cervecera y terror a estar solo, que se ha quedado atascado en los ochenta y cuya
esposa ha amenazado con abandonar. Como diría José… “Estoy acabado. Tras Zeta
se oculta un hombre que está acabado”. Pero a la chica le intereso, ella quiere
estar conmigo, no, quiere esta con Zeta y si con ello puedo pasar la noche
acompañado, a Zeta tendrá.
Me mira con esa mirada tan cautivadora y me despeja
la frente colocándome suavemente un largo mechón de pelo negro tras la oreja.
— ¿Has probado el Brockmans?—le pregunto seductor.
Ella niega con la cabeza:
—Es una ginebra muy tradicional, amarga, “como las
de toda la vida” pero con arándanos azules y moras silvestres que le confieren
un toque suave y dulzón. Ambos sabores se equilibran perfectamente en el
paladar y crean un exquisito sabor que te recorre la garganta—con un dedo
recorro su garganta, desde los labios, resiguiendo la barbilla y hasta el
esternón arrullando su diminuta nuez—. Es la prueba más evidente de que los
polos opuestos se atraen.
No es necesaria la explicación de que la ginebra soy
yo: tradicional, amarga y anclada en el pasado, pero que puede encajar
perfectamente y ser la delicia de cualquier fiesta si se añade un toque dulce y
aterciopelado, como ella.
—Te gustará. —afirmo convencido.
—De eso no tengo la menor duda.
Ella se pone de pie y se coloca delante de mí, sus
caderas quedan a la altura de mis ojos: son voluptuosas, con una vertiginosa y
perfecta curva perfecta para que la agarre con firmeza. Se levanta la parte
inferior de la camiseta y la doble sobre el pecho, la tomo con decisión y beso
su estómago: la piel es cálida y suave, y se eriza bajo el contacto con mi
lengua. Tiene un ancla y una estrella tatuada en la pelvis, muy cerca del
pubis. Me relamo los labios y me los muerdo, ansioso.
“¡Joder, como me está poniendo!”
Deseo probarla, degustar su sabor más íntimo y
prohibido, reservado a una exclusiva élite. Quiero lamer todo su cuerpo,
morderla con pasión y hacerla mía, durante una sola noche, una única noche, que
sea toda mía.
Ella me acaricia el pelo en señal de que le gusta lo
que le hago. Su respiración se acelera. Beso su ombligo, su tatuaje, su
abdomen. Con los dedos temblorosos y la frente perlada de sudor, le desabrocho
el botón de los vaqueros. Su ropa interior es blanca, sencilla, sin duda, no
esperaba que esta noche tendría compañía. Desciño con suavidad la cremallera y
hundo mis labios en su Monte de Venus. Suspira hondo y un gruñido de excitación
fluye de su boca. Calor. Me enciendo. Me provoca.
Llaman a la puerta y me cago en todos los dioses de
todas las religiones habidas y por haber.
— ¡Servicio de habitaciones!—grita alguien desde el
otro lado de la puerta.
—Ya voy yo. —dice ella separándose de mí y bajándose
la camiseta.
La pierdo de vista en la penumbra, la escucho hablar
con el botones y veo la luz amarilla del pasillo. Regresa al instante, con dos
copas de balón, y una cubitera con la botella negra de Brockmans y dos
botellines de tónica. Con una brutalidad que me deja sin palabras, deja todo en
la mesilla, de malas maneras y se abalanza sobre mí, devorándome la boca. Se
sienta sobre mis rodillas, agarro su trasero y la encajo sobre mi pelvis. La
empujo levemente contra mí, haciéndole notar mi erección. Lo ha conseguido, me
tiene en el bote. Con hambre voraz me quita, más bien me arranca la camiseta y
me acaricia todo el cuerpo con sus manos pequeñas, heladas y de dedos largos,
enredándolos por el vello oscuro de mi pecho. Estoy perdiendo la cabeza y no es
por el alcohol. Me siento tímido y me hago pequeño ante su presencia y su
fogoso deseo. No sé si es por la ginebra, pero cada vez la veo más bonita y me
apetece más entrar dentro de ella. Espera a que tome la iniciativa, pero al
descubrirme parado y quieto, ella misma se quita la camiseta de Mägo de Oz para
dejar ante mí, la impresionante vista de unos pechos menudos, pero turgentes y
altivos cubiertos por un sujetador negro y liso. El escote está salpicado por
pecas y antiguas marcas de acné, al igual que los hombros, estrechos.
“Tienes un busto muy bonito”. —pienso mientras la
tomo por las espaldas y la miro a los ojos.
Tengo la boca seca y los labios agrietados.
Sus tatuajes me enamoran, su brazo izquierdo y parte
de su hombro está cubierto por tres dragones de colores que ascienden por su
piel como una serpiente enrollándose para asfixiar a su presa, justo la misma
sensación que ella provoca en mí. No me detengo demasiado a analizar los
tatuajes, estoy demasiado ocupado apretando sus pechos, juntándolos,
separándolos y mordiéndolos. Su piel es cálida y se eriza ante el contacto de
mis manos… La siento respirar deprisa, está excitada y yo también. Más calor,
más ardor. Temblores, me atraganto. La necesito, la ansío, me desea.
La muchacha agarra la botella de ginebra, la abre y
le da un largo trago, inclina mi cabeza hacia atrás y vierte el amargo líquido
en mi garganta, antes de comerme a besos de nuevo. Casi me ahoga, la garganta
me arde por el licor. Me encanta sentir su lengua dentro de mi boca, como me
lame los labios, dejando un excitante regusto a cerveza a su paso. Se separa de
mí un instante y termina la tarea que yo había empezado previamente y se baja
los pantalones hasta los tobillos, quitándoselos a patadas.
Me sorprende por segundos, en el bar parecía una
mosquita muerta, una joven, una niña incapaz de sostenerme la mirada y sin
embargo, su esporádico carácter, su temperamento y su ardiente deseo por mí me
han dejado patidifuso. La chica vuelve a sentarse sobre mí, con la botella de
ginebra en la mano.
—Nena, no sabes las ganas que tengo de hacerte el
amor.
Ella sonríe pícara, su sonrisa es casi tan
cautivadora como sus ojos.
—Pues yo tengo ganas de follarte hasta que te quedes
seco.
La excitación provoca que chispeé en mi ropa
interior.
Me sonrojo: “¿Cómo puede ser que esta tímida niña me
haga ruborizar? En el bar era incapaz de mirarme a la cara. Joder, lo único que
sé ahora es que cada vez tengo más ganas de estar dentro de ella. ¡Me cago en
la hostia! Pienso echarle a esta chiquilla el polvo de su vida”.
Me acaricia el rostro con ternura, sentada sobre mí,
resigo con las palmas de las manos sus piernas desnudas y vuelvo a agarrarle
las nalgas.
— ¿Tienes sed?—me pregunta mientras me quita la
cinta que cubre mi frente y deja que mi largo pelo negra caiga libre por mi
espalda y mis hombros. Me lo peina con los dedos cuidadosamente.
Asiento. Tengo la boca seca. Vuelve a sonreír, me
vuelvo loco cada vez que lo hace: abre la botella y arquea la espalda. Su
sensualidad me abruma. En un acto que termina de trastornarme, comienza a
verter unas gotitas de ginebra sobre su hombro derecho: el elixir espiritoso
resbala burbujeante sobre su piel tersa, resiguiendo la forma redondeada de su
pecho y goteando entre ellos como un manantial subterráneo, digno de ocultar la
mismísima Fuente de la Juventud hasta fluir como un riachuelo por su abdomen y
hundirse en su ombligo. Ya no puedo controlarme, y con ansia succiono la
ginebra que recorre su piel. En la vida había experimentado una sensación tan
estimulante y erótica. Quiero más. Ansío más. El sabor de la ginebra contra su
piel agita mi paladar y activa mis sentidos, que me piden más y más y más. La
encajo sobre mi pelvis, mi erección es inocultable, está a punto de reventarme
el pantalón, además, está tan cerca de ella… de la cueva que puede causarnos
tanto placer y hacernos disfrutar a ambos como animales. Con mis manos callosas
aunque expertas le quito el sujetador y lo tiro al suelo y alzo la botella de
ginebra sobre sus pechos desnudos. El alcohol resbala sobre sus senos, hasta
llegar al pezón, lo succiono con ansias, lo muerdo y me embriago con el líquido
amargo que me quema la garganta. Se endurece al contacto de mi boca, masajeo el
otro pecho con la mano, con mimo, mientras succiono el pezón como un niño
hambriento. ¡Estoy a punto de explotar, joder! La ginebra, su piel, mi boca…
forman un mix que me hace perder el juicio.
Un cosquilleo me recorre todo el cuerpo, tiemblo, estoy
a mil, tengo unas ganas insaciables de penetrarla, al mismo tiempo que deseo
prolongar este momento tan sensual durante décadas. Repetimos el proceso por el
otro lado: vierte ginebra sobre su pecho y dejo que resbale por el pezón, donde
apoyo mis labios y bebo.
—Muérdeme. —me pide.
Obedezco, y mientras sujeto el pezón con mis labios,
ella gime, y me agarra del pelo, sus latidos se aceleran y arquea levemente la
espalda. En señal de que le gusta.
Estoy muy borracho, tanto que, en ese momento, no me
importa saber si ella toma anticonceptivos, o si debería usar un condón. No,
ahora mismo soy un animal, un depredador hambriento incapaz de contener sus
impulsos más primitivos. Quiero follármela, además de la manera más brutal que
se me ocurra.
— ¡Qué le den por saco a todo!—grito con “mi voz de
cantante”.
Arrojo la botella de ginebra, alzo a la chiquilla lo
justo para bajarme los pantalones. Tengo una erección digna de una película
porno, con el miembro hinchado y palpitante, cuyo latido rebota en mis sienes. Ella
se enrosca en mi cuello, tengo sus pechos, con los pezones endurecidos empapados
en ginebra, rozándome la cara. Me lloran los ojos por el alcohol. Cuando la
vuelvo a acomodar sobre mí, no le doy tiempo a reaccionar y la penetro con
todas mis fuerzas, su interior es cálido y húmedo, me deleito al sentir como se
adapta a mis formas. Gruño de placer, ella grita, su gemido me excita, me gusta
verla disfrutar. Me recuesto en la cama, bocarriba y con ritmo frenético muevo
sus caderas sobre mí. Sus senos se sacuden a la velocidad de mis embestidas.
Sus dedos buscan mi boca, los succiono y los empapo en saliva, los acerca a su
sexo para intensificar su placer, y, a consecuencia, mi excitación. Cierra los
ojos y su rostro se contrae de gozo:
—Más por favor, más…—me suplica mientras gime,
invocando a deidades paganas dormidas hace mil años.
La penetro con más ímpetu, gruño, mis gritos
eclipsan los suyos, ojalá pudiese darle más fuerte, empujarla aún más contra mí.
La siento, empapada en alcohol, completamente contra mi cuerpo, sus pezones
erizados rozan el vello de mi cuerpo: ambos temblamos, gemimos, la inclino
sobre mí, me aparta el pelo de la cara y busca mi boca, me besa y me muerde. Su
olor intenso, mezclado con la ginebra, me embriaga, me vuelve loco e
intensifica mi deseo por ella. Enrollo mis piernas entorno a sus caderas y ambos
nos movemos, sacudiéndonos a ritmos poderosos, mis grandes manos recorren su
cuerpo joven y terso, agarro sus nalgas y le doy un cachete. Hunde su rostro en
mi cuello y la abrazo. Empezamos a sudar y espasmos de placer nos recorren a
ambos, es increíble la manera tan mágica en la que nuestros cuerpos conectan,
como si estuviésemos predestinados a encontrarnos, a que ella me pidiese una
foto y yo la inventase a beber, atraídos por una fuerza cósmica incontrolable.
—Voy a correrme—confiesa ella mordiéndose el labio—.
Por favor, haz que me corra.
“¡Me cago en todo! ¿Cómo me puede poner tanto?”
Grito, clavo las uñas en sus nalgas y me dejo llevar
en su interior. Ella gime, intensifica su placer acariciándose el clítoris y
tiene un maravilloso orgasmo que me sacude todo el cuerpo. Me falta el aire y
creo que se me va a salir el corazón del pecho. Estoy cubierto de sudor,
todavía derramándome dentro de ella, cuando se desploma exhausta sobre mí,
siento como su interior se contrae y una agradable sensación de humedad cálida
recorre mi miembro que se deshincha entre sus carnes. La abrazo y me fascina el
contraste de su cuerpo contra el mío: su piel clara y joven, contra la mía:
curtida, arrugada.
“¡Joder, si es una cría!”
Pero a ella parece no importarle, siento sus
espasmos de placer recorriéndole la espina dorsal. Su respiración es relajada,
tranquila, aunque su corazón sigue latiendo a toda prisa.
Me gustaría detener este momento para siempre: ella,
desnuda y cubierta de ginebra sobre mí, con su cuerpo dándome calor y el aroma
de su pelo masajeándome la nariz. Sin saber el motivo, beso su cabello con
ternura. Toso, con una horrible tos seca que me rasca la garganta:
“¡Otra vez la jodida tos!”
La muchacha cree que su peso sobre mí influye en mi
ataque de tos y rueda hacia un lado. Entreabro la ventana y una ráfaga de aire
frío nos eriza la piel. Ella se mete dentro de las sábanas. Me termino de
desvestir y busco mi cajetilla de tabaco, que está en la mesilla con el resto
de mis pertenencias. No debería fumar, no es bueno para mis pulmones, pero
después de un polvo tan impresionante, ¿a quién no le apetece un cigarro?
— ¿Fumas?
Ella niega con la cabeza y se incorpora sobre el
codo para mirarme con su enigmática sonrisa y sus ojos verdes:
— ¿Te importa que yo fume?
Vuelve a negar, me enciendo el pitillo y dejo que el
humo me inunde los pulmones. Ella me lo arrebata de la mano y le da una calada:
¡Qué bonita es!
La sensación ha sido impresionante, la experiencia
increíble. Nos miramos y nuestras mejillas se sonrojan:
—Por cierto, —le susurro—todavía no sé tu nombre:
Ambos nos echamos a reír como niños, sin sentido,
sin pudor, a carcajada pura. Nos hemos divertido ¡Nos lo hemos pasado de puta
madre! Ella me acaricia la barbilla afilada:
—Ayla, me llamo Ayla…
Un cosquilleo me recorre el estómago:
—Ayla—me gusta escucharlo de mis labios mientras fumo—.
Ayla. Me gustan tus tatuajes, son muy sexys.
Ella sonríe:
— ¿Tú no llevas ninguno?
—Las agujas y yo no nos llevamos bien. —respondo con
voz ronca.
La invito a acomodarse sobre mi pecho desnudo
mientras recobro el aliento. Me gusta sentir su peso sobre mi busto y el olor
de su pelo acariciándome el bigote.
—Apropósito, ¿cuántos años tienes?
Ella se hecha a reír:
— ¿De verdad quieres saberlo?
Asiento con la cabeza, en realidad no, no quiero,
tengo pavor a la respuesta:
—Tengo veintidós.
“¿Veintidós años?—el corazón se me va a salir del
pecho por el susto— ¡Me cago en Dios si le doblo la edad!”
— ¿Cuántos tienes tú?
—No pienso responder a eso…
Se separa de mí y se incorpora en un codo para
mirarme:
— ¡Vamos, yo te he dicho la mía!—insiste la
desgraciada.
Suelto una carcajada:
—Si te lo digo saldrás corriendo.
—Lo dudo.
—Tengo el doble de años que tú.
—La edad no es un factor demasiado relevante para mí
en lo que se refiere a relaciones carnales—me explica con esa madurez impropia
de una joven de veintidós años—. No soy prejuiciosa, si ambas partes están de
acuerdo, ¿por qué no? Además, reconozco que no ha estado nada mal para un tipo
de cuarenta y cuatro años.
Sonríe traviesa y la aprieto con fuerza contra mí
mientras reímos:
—Tengo veintidós años de experiencia más que tú,
aunque has dejado el listón muy alto. Eso de la ginebra me ha dejado de piedra.
—Sí, eso me suelen decir.
La miro perplejo:
— ¿Cuánta gente has dejado que…?
Ella se hecha a reír a carcajada pura y el corazón
se me detiene:
—Solo bromeaba. Tú has sido el único.
No sé porque me alivia escuchar esas palabras.
Quiero ser el único, el único ser humano que pueda chupar, lamer y beber
alcohol de esos pechos.
—A propósito, dime que te tomas algún tipo de
anticonceptivos o me da un infarto aquí mismo.
—Tranquilo, está controlado—me sonríe pícara y mis
conexiones neuronales se vuelven locas—. Tomo pastillas.
Suspiro aliviado:
—No sabes el peso que me quitas de encima. De todos
modos, deberías plantearte usar el preservativo si te ha gustado lo de
acostarte con extraños en un bar.
— ¿Ahora eres mi padre?—se burla ella.
“Por edad… podría serlo perfectamente”.
—No soy una inconsciente, aunque te lo parezca,
Zeta. —me regaña con ternura.
Ella es demasiado adulta para su edad y yo soy
demasiado crío para la mía. Nos quedamos en silencio un buen rato, nuestras
respiraciones, relajadas, son una sola, el mar Mediterráneo abraza nuestra
lujuria y las olas borran cualquier rastro de pecado, de moralidad que hayamos
infringido esta noche. Me gusta sentir a Ayla contra mi cuerpo, es cálido,
aunque sus dedos son fríos como témpanos y el olor de su pelo me embriaga.
Enreda los dedos entorno al vello de mi pecho, lo enrosca y lo desenrosca. Su
pierna me rodea la cintura y cierto su sexo peligrosamente cerca. La cabeza me
va a reventar, las sienes me laten con fuerza, sin duda, el alcohol ha hecho
mella en mí, pero lucho para mantenerme consiente, por permanecer a su lado
unas horas más, solo unas horas más… Me hace tanta compañía y su cuerpo es tan
apetecible. Ardo en deseo solo en rememorar lo que acaba de suceder con la
maldita botella de Brockmans. Olfateo su pelo, que se mezcla con el sudor que
empapa su cuerpo y el olor de la ginebra. Su piel se eriza al contacto de mis
dedos curtidos. Me encanta el contraste de su cuerpo contra el mío. Estoy
relajado aunque mi corazón late muy deprisa, tiemblo.
— ¿Y bien? ¿Me vas a contar cuáles son los demonios
que te atormentan?—me atrevo a preguntarle por fin.
Ayla se incorpora, cubriéndose su pecho desnudo con
la sábana blanca:
— ¿Por qué debería contártelo? Te acabo de conocer…
—Por el mismo motivo que yo te contado cuáles eran
los míos: porque no vamos a volver a vernos y pronto nos olvidaremos el uno del
otro—se me hace un nudo en la garganta al pronunciar estas palabras.
Ella suspira resignada, se siente incómoda y sus
músculos se tensan. Su piel empalidece y sus ojos se pierden en el techo de la
habitación.
—Mi tatuaje, el de mi mano, es un símbolo enoquiano que te protege de los
demonios, de mis propios demonios.
Se niega a mirarme y eso me rompe el corazón en mil
afiladas y ensangrentadas esquirlas, ¿por qué estoy tan empeñado en retenerla a
mi lado? ¿Será por el alcohol? ¿O por qué simplemente ha sido buena conmigo, me
ha escuchado y me ha engatusado con su voz?
—Me he intentado suicidar tres veces, —su confesión
me deja sin palabras.
Me muerdo el labio y siento un nudo en la garganta,
¿en qué lío me he metido? Alargo mi mano hacia ella y rozo sus dedos, están
fríos como témpanos. La Santa Muerte la acecha.
—No te asustes, fue hace mucho tiempo y siempre me
han faltado ovarios para hacerlo. Ya estoy curada y estoy bien. —no me parece
demasiado convencida.
Me siento tentado a preguntar los motivos que la
empujaron a cometer tal acto, pero me temo que eso sería meter el dedo en la
llaga, aprieto los labios y callo.
—Mis padres murieron, mi padre cuando era pequeña,
mi madre cuando tenía dieciocho años. Era una niña y estaba sola, el marido de
mi madre nos abandonó y se volvió a casar en menos de un año. De repente me vi
sola, con mi hermana pequeña a rastras, sin saber qué hacer, cómo vivir…
Recuerdo que durante el entierro de mi madre, mucha gente me decía: “estaré
aquí para lo que necesites”, pero no es verdad, esas personas no quieren
hacerse cargo de dos niñas huérfanas: dos bocas más que alimentar y mantener,
cuidar y proteger. Estaba sola y asustada, indefensa, no encontraba motivos
para vivir ni los quería, no quería coger cariño a nadie para que luego nos
abandonase o se marchase…—las lágrimas fluyen por sus ojos— ¡Joder! ¿Por qué te
cuento esto a ti?
Ella hace ademán de levantarse y de marcharse, la
agarro bruscamente del brazo y la abrazo, besando con ternura su frente y
meciéndola en un abrazo eterno y protector. El olor a ginebra que desprende su
cuerpo húmedo es embriagador.
—Por favor, sigue. —le suplico en un mágico susurro.
“¿Y yo pensaba que tenía problemas? ¿Qué estaba
jodido? No es justo, no es nada justo, es muy joven, ¿por qué ha tenido que
pasar ella por esto? ¿Por qué quitarle las ganas de vivir a alguien con una
vida tan larga por delante? ¡Joder! Hay demasiado hijo de puta suelto, que se
merecería que le sucediesen estas cosas, en lugar de una niña, cuyos sueños,
viajes y esperanzas han sido truncados por un destino inmerecido”.
—Ahora estoy bien, —apenas consigo entenderla— vivo
con mi novio desde hace dos años y tengo un trabajo estable, soy investigadora
en comunicación en una pequeña universidad. Estoy centrada, mi hermana estudia
medicina y los fines de semana voy a comer a casa de mi padrastro y su nueva
familia. La chica que ha venido a regañarme en el bar es su hijastra, ella
insistió en que viniese al concierto con ella y sus amigos, no estaba muy
convencida—me mira y me pierdo en sus ojos—ahora veo que ha sido una decisión
de lo más acertada.
—Entiendo tus palabras en el bar,—razono besando su
cabeza y acariciando su pelo— tienes razón, has vivido demasiado para ser tan
joven, y ahora solo buscas la felicidad y la tranquilidad—por eso no tiene
inquietudes ni busca vivir experiencias fuertes—ya ha tenido demasiado, está
cansada—por eso tienes dudas sobre qué hacer con tu vida y qué decisiones
tomar: te han enseñado que debes casarte y tener hijos para ser feliz, y tener
un trabajo que te llene, pero tú y yo, mi pequeña Ayla, somos criaturas de
naturaleza inquieta y no nos conformamos con esto.
—Adoro a Xavi, —me explica, deduzco que debe de ser
el novio—es un buen tío que me trata de puta madre, pero él solo aspira a tener
su propia empresa, a ser autosuficiente económicamente mientras yo espero en
casa con los niños. Creo que soy más que eso, Zeta, creo que puedo dar más de mí,
¿pero y si arriesgo y le pierdo? Él es lo único que tengo. No me queda nada,
volvería a estar sola y asustada.
—Tenemos el mismo miedo.
—La locura más grande que he hecho en mi vida ha
sido acostarme con un cantante en una habitación de hotel.
Está cambiando de tema, esforzándose por sonreír.
Está claro que ya ha pasado demasiado y ahora solo quiere sonreír y divertirse
conmigo, igual que yo quiero pasármelo bien con ella.
— ¿Lo dices en serio?—respondo siguiéndole el juego—Lo
más arriesgado que he hecho yo en los últimos años ha sido acostarme con una
admiradora a la que he conocido en un bar.
Ambos reímos y nos besamos en los labios con
ternura, me gusta sujetarle el rostro suave entre mis grandes manos viejas y
curtidas. No quiero que esta noche acabe nunca, no quiero volver a la realidad.
Estoy muy ebrio y la cabeza me da vueltas.
—Voy a darme una ducha—afirmo demasiado convencido—.
Por favor, no te vayas.
—Aquí estaré. —responde con esa voz tan suave que me
tiene embobado.
AVANCE TIERRA MOJADA:
S2. CAPÍTULO V: TODO HA CAMBIADO
Me levanto tarde, desde que estoy embarazada duermo mucho, me cuesta conciliar el sueño por la noche y cuando lo consigo, ya está bien entrada la madrugada, aunque el lado bueno de Alaska, es que amanece tan avanzada la mañana que es prácticamente imposible perderse el amanecer. Como es habitual, estoy sola en la cama, me levanto despacio, me cubro los hombros con un jersey rosa y me pongo calcetines de lana. La calefacción está encendida y es agradable pasear descalza sobre el parqué. Una luz rosa y anaranjada se filtra entre las cortinas blancas, y una suave brisa balancea mi atrapasueños y lo hace tintinear.
Bajo las escaleras de madera, no hay nadie en el salón. Las mantas del sofá están revueltas y la chimenea crepita. Es un ambiente agradable, cálido y acogedor. Me dirijo hacia la cocina y me sirvo un café con leche descafeinado en una taza humeante. Veo mi taza de Alaska en el fregadero, sucia, alguien la ha usado antes de me que levantase. Dirijo mi vista a la bahía, me encanta mirar por la ventana de la cocina porque da directamente al mar y las vistas son espectaculares. Diciembre, ya hace un año que Matt me pidió que me casara con él y aún no le he dicho del todo que sí. ¿Cuánto hace que estamos en Alaska? Habrá pasado ya más de un mes... Casi dos...
La proximidad del mar impide que la nieve cuaje en Hoonah, pero, al otro lado de la bahía, las cumbres montañosas de una isla cercana se han teñido de blanco impoluto. El océano, azul oscuro, casi negro, se agita veloz impulsado por una corriente de viento, creando crestas de espuma blanca al chocar contra las rocas, troncos y embarcaciones. No está siento un invierno demasiado frío, y las placas de hielo que se forman cerca del puerto se derriten antes de que los pescadores zarpen. Al este, tras la silueta serrada que forman los edificios y casitas de la pequeña aldea de Hoonah, los rayos del sol invernal dibujan cuadros de rosas, celestes y violetas entre las algodonosas nubes blancas que surcan el cielo. Una manada de marsopas cruza la bahía, distingo sus aletas y los chorros que brotan de su espiráculo. Las marsopas suelen nadar en grupos pequeños cercanos a la costa, especialmente en verano, y muchas de ellas migran de norte a sur en invierno, sumergiéndose en aguas más profundas y alejadas. Este pequeño grupo debe de ser uno de los retardados, probablemente no veamos ninguno más hasta que regresen a finales de primavera. ¿Las verá mi bebé regresar?
Cautivada observando a las marsopas, observo como una figura humana, enfundada en una camiseta roja, cruza a toda prisa la línea de la playa, pisando con todas sus fuerzas y hundiendo los pies en la tierra fangosas. Una mata de pelo dorado se agita el viento tras él.
Mientras lo observo, siento la presencia de Matt detrás de mí, su intenso aliento se posa en mi cuello. Cierro los ojos y me estremezco. Un cosquilleo me recorre el cuerpo, su mano repleta de callos baja con delicadeza el jersey de mi hombro izquierdo y me besa la pies con sus labios fríos y desgarrados. Sus brazos recorren mi cintura y apoyo mi cuerpo contra su espalda mientras me balancea con cuidado. Acaba de regresar del exterior, su cuerpo aún está frío y huele a nieve. Lleva puesta una cazadora marrón y un forro polar verde militar. Su cabeza está cubierta por un viejo sombrero de pesca. A través del cristal de la ventana veo su rostro, congestionado por el frío, con los ojos vidriosos y la nariz y las mejillas sonrojadas. Sonríe, tiene esa maravillosa sonrisa.
-Buenos días,-me susurra con ternura en el oído.
-Buenos días,-respondo dejándome llevar por la sensualidad de su voz.
-¿Cómo te encuentras hoy?
Abro los ojos como platos:
-Sorprendentemente bien.
Matt se despega de mí, me agarra con firmeza por los hombros y clava su profunda mirada azul en mí:
-¿En serio? ¿Te encuentras bien?-asiento sonriendo mientras veo como se contrae de alegría el rostro de Matt-¿No hay vómitos, ni náuseas, ni mareos?
-No.-sonrío orgullosa.
-¿Ni dolores de riñones, de espalda, ni ganas de llorar?
-Cero, estoy como una rosa.
-¡Ayla, eso es fantástico!
Nos abrazamos eufóricos. Por un instante eterno, siento el olor a tierra mojada invadiéndome los pulmones. Es Matt, mi Matt, Matt ha vuelto, el hombre del que me enamoré, el padre de mi bebé, con el que quiero pasar el resto de mi vida. Me hubiese gustado que ese abrazo durase eternamente, Matt y yo, yo y Matt, y entre nosotros, aquello que nuestra pasión desenfrenada y el amor que nos profesábamos había creado. El abrazo fue más breve de lo que me imaginaba, puesto que Matt se separó de mí de repente, con la boca abierta y los ojos como naranjas. Su mano se dirige a mi abdomen:
-Fíjate en esto, ya se te nota...
Sonrío mientras los nervios me invaden, dirijo mis manos hacia mi barriga, mientras Matt se pone de rodillas y me besa la pequeña hinchazón que empieza a notarse en mi cuerpo:
-Catorce semanas, le recuerdo. Ya hemos entrado oficialmente en el segundo trimestre.
-¿Has oído eso, colega? Ya estamos en el segundo trimestre.-la ternura infinita con la que le habla me produce temblores.
-Matt, ya oíste a la doctora. Todavía es demasiado pequeño para distinguir voces.
-¡Por supuesto que no! Sabe perfectamente que el que le habla es su padre, ¿verdad pequeño?
-¡Pequeña!-le corrijo.
-¿Cómo estás tan segura de que es una niña?-se pone de pie y me mira embelesado.
-Son cosas que una madre sabe.-le respondo sin tener idea de cuál será de verdad el sexo de nuestro bebé.
-¿Sigues empecinada en no saberlo hasta el nacimiento?
Asiento convencida:
-No quiero que se vea condicionado por su sexo antes ni siquiera de llegar al mundo. Déjame disfrutarlo libremente mientras siga siendo solo un bebé. Mi bebé, creciendo dentro de mí.
Matt sonríe con ternura, mientras me acaricio el vientre, me agarra las manos y me las besas:
-Nuestro bebé.-me corrige mirándome a los ojos embelesado.
"La cara de tonta que debo de estar poniendo debe de ser digna de una película".
Matt me da una vuelta en torno a él, me agarra por la cintura y vuelve apoyar su mejilla sobre mi hombro desnudo. Su olor otra vez... el cosquilleo de sus manos recorriéndome el cuerpo. Su aliento y su voz que me nublan la vista y atontan mis sentidos y provocan que me quede sin respiración. Me mece con cuidado entre sus brazos:
-¿Has pensado en lo de Ketchikan?
NOTA DE LA AUTORA:
Si os ha gustado la historia: La Voz detrás de ZETA, tenéis cuatro capítulos más subidos aquí: https://www.wattpad.com/story/175031404-la-voz-detr%C3%A1s-de-zeta/parts
¡Ahora que ya me he desecho de los exámenes de máster, me puedo poner a trabajar a tope con Tierra Mojada! Disculpad que tarde tanto entre capítulo y capítulo, pero mi vida se basa en trabajar por las mañanas y cursas un máster por las tarde, la vida no me da para más.
¡Recordad seguirme en las REDES SOCIALES para no perderos ninguna novedad!
Si queréis hacer memoria, todos los capítulos de Tierra Mojada están subidos tanto a mi página de Wattpad como en el blog.
Wattpad: https://www.wattpad.com/myworks/137722560-tierra-mojada-una-historia-de-alaskan-bush-people
English version: http://aylahurst.blogspot.com/p/no-mans-land.html
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Matt y Ayla se fueron a vivir juntos? Pública el capítulo de tierra mojada x favor! xo
ResponderEliminarLo tengo escrito a medias, pero es que la vida no me da para más. Trabajo a media jornada mientras estudio un máster. Vivo sola y tengo muy poca ayuda con la casa. Escribo por puro amor al arte y sin recibir compensación alguna por el esfuerzo.
EliminarOs pido paciencia ya que también trabajo en otros proyectos en un intento desesperado por hacer despegar mi carrera como escritora.
Tenía planeado publicar el capítulo a finales de mes, pero seguramente se me retrasará un par de semanas.
Gracias y disculpad por la tardanza. :)